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¿Qué significa que una economía tenga paro?

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En el análisis de la situación económica de un país, una de las primeras palabras que sale a colación es la de “paro”; un término con el que estamos familiarizados. Las portadas de periódicos, los telediarios, los discursos políticos e incluso nuestras conversaciones familiares se centran en comentar la situación del empleo y prestan atención a la cuestión del paro.  Pero que sea una palabra que utilizamos a diario, no es sinónimo de conocer su significado y menos aún de que hagamos la reflexión necesaria sobre la misma.

Según la Real Academia Española, el paro es el “conjunto de todas aquellas personas que no están empleadas porque no encuentran trabajo”. A su vez define el término como una “situación de quien se encuentra privado de trabajo”, es decir, limitado en el ejercicio de un derecho fundamental recogido en el artículo 23 de la Declaración Universal de Derechos Humanos.

La Constitución Española, en su artículo 35, va más allá, y no solo recoge el derecho al trabajo, sino que lo configura como un deber de todos los españoles. En esa obligación de trabajar encontramos la clave del significado que deseamos destacar de la palabra paro.

Encontrarse en situación de desempleo tiene implicaciones a nivel personal y social, tanto en un plano económico como psicológico. La ausencia de actividad laboral se asocia principalmente con la falta de ingresos, pero el empleo es mucho más que una fuente de recursos, es la oportunidad de adquirir conocimientos, supone la estructuración del tiempo diario, la posibilidad de crear una red de contactos y ofrece un sentimiento de identidad y posición social.

A nivel global, la existencia de paro en una economía supone no aprovechar todos los factores con los que contamos, alejándonos de los óptimos de la frontera de posibilidades de producción e instalándonos en una pérdida de eficiencia continua. Un país que cuenta con recursos que no utiliza no está alcanzando la máxima producción posible y está condenando a su población a valores de renta inferiores a los que potencialmente se podrían alcanzar situándose en niveles de pleno empleo.

Capital humano: el activo intangible

La no utilización del factor trabajo tiene una doble implicación por la pérdida de fuerza física y también de potencial intelectual. Una economía con cifras de paro elevadas no alcanza la producción y renta que sus recursos le permiten y además desperdicia el conocimiento y los horizontes de mejora de este.

En la optimización de los factores está la clave de la riqueza de las economías,  por un lado, aprovechar todos y cada uno de los recursos que tenemos al alcance, y por otro, prestar la atención debida al valor del capital humano, un activo de carácter intangible que posee la clave del éxito.

Las teorías del crecimiento económico endógeno ligan el crecimiento económico de un país al capital humano. Las causas que explican las diferentes tasas de desarrollo económico a largo plazo de los países están determinadas por la inversión en este activo intangible. Por tanto, las economías deben buscar el aprovechamiento máximo de su capital humano y enfocar los esfuerzos en mejorar este activo con inversión en formación, investigación e innovación. Este objetivo fundamental es incompatible con la existencia de trabajadores parados, situación que comporta el desperdiciar su potencial y sacrificar el conocimiento futuro, que radica en la experiencia y la adquisición de habilidades y competencias.

El mercado de trabajo español limita la participación de determinados colectivos como el de las personas con discapacidad, las mujeres o la población de edad avanzada. Olvidando el valor de sus capacidades, el hecho de ser capital humano y también su papel como consumidores, agentes en el mercado de bienes y servicios gracias a la retribución de su participación en el mercado de factores de producción, pudiendo así intervenir en la generación de los gastos e ingresos que configuran el flujo circular de la renta, la base de la economía.

Tras esta reflexión, podemos concluir que el paro significa pérdida de riqueza, tanto individual como global, y que sería interesante que a partir de ahora estudiáramos los datos de desempleo como una condena generalizada que limita el crecimiento personal y el económico. Ante la pregunta que nos planteábamos en el título de este artículo, ¿qué significa que una economía tenga paro?, podemos responder que es una sentencia de presente y de futuro, para las personas que se encuentran en esa situación y para el resto de la población al comprometerse los niveles de desarrollo psicológico, social y económico.

El helicóptero

Desde 2008 las políticas monetarias expansivas (FED, BCE -con Draghi, no antes-, Banco de Londres, Banco de Japón, etc.), han sido generalizadas. No han tenido efectos inflacionistas, pues la actividad, especialmente en Europa, ha sido anémica debido a la Gran Recesión.

Entonces, las políticas monetarias expansivas fueron acompañadas de políticas de austeridad (fortísimos ajustes en el gasto público) con efectos muy duros sobre amplias capas de la población. Asimismo, se produjo la asunción de la deuda privada de los bancos (causantes en gran parte de la situación por su malísima selección de inversiones y su muy deficiente análisis de riesgos) por parte del sector público. Los gobiernos se financian con dinero de otros desde que el mundo es mundo (en España ya lo hacían los Austrias) para poder llevar a cabo su actividad. Y lo hacen de dos formas: piden prestado a otros o, bancos centrales mediante, se lo inventan.

La creación de dinero no sólo corresponde a dichos bancos centrales, sino también a los bancos comerciales, por el multiplicador del coeficiente de caja. La situación actual es inédita porque nunca anteriormente el hombre moderno había tenido que detener su actividad (no solamente la económica) y encerrarse en su casa para sobrevivir. Ante tal parón, la política económica, para ser efectiva, además de monetaria, tiene que ser fiscal y de rentas. Toda Europa va a tener niveles altísimos de endeudamiento. Ningún país de la Unión Europea (me da un poco de risa que se llame así) cumpliría hoy los requisitos de Maastricht para entrar en el euro.

Eso nos va a acompañar, igual que las mascarillas, durante mucho tiempo. La imagen que en mi opinión refleja mejor la situación, no es un helicóptero lanzando billetes que imaginó Milton Friedman, sino lanzando flotadores, porque a muchísima gente (pymes, autónomos, parados, trabajadores precarios, pensionistas, etc.) el agua le está llegando al cuello. Y no podemos dejar que haya gente que se ahogue. El hombre no se está jugando su viabilidad financiera, se está jugando su supervivencia como especie.

La máquina de hacer churros

Esta mañana he metido la pata. Ayer recibí un vídeo en el que se recomendaba escuchar música para empezar bien el día, así que he ido a coger el CD del La la lá pero me he equivocado y he puesto el Réquiem de Mozart. Craso error. No lo pasaba tan mal desde una vez en que cateé un examen y, mal aconsejado, me puse a leer La Metamorfosis de Kafka. Tuve que dejarlo a los pocos días cuando recibí varias cartas a nombre de Gregorio Samsa y comenzaron a crecerme patas de escarabajo. La distracción al elegir el disco creo que se debe a que anoche me dio un insomnio de búho y me quedé hasta tarde viendo partidos de la NBA (no sé cómo, porque ya no hay NBA).

El caso es que, con el soniquete de fondo de don Amadeus, las voces de la cabeza me han empezado a hacer preguntas al mismo ritmo al que entran los WhatsApp. Y para hacerme una composición de lugar he tenido que echar mano de alguno de mis mayores, en este caso Clint Eastwood y George Clooney: estábamos comprando baratijas en el rastro y llegó un tsunami. Salimos a pescar, y al barco lo alcanzó la tormenta perfecta. Solo que en vez de agua, la inundación es de bichos, que no vemos pero intuimos. A ese respecto, la lógica del coronavirus es similar a la de la estupidez: tiene un elevado riesgo de contagio y una vez contraída cuesta trabajo eliminarla.

Los economistas, que no somos inmunes a ese virus (al igual que políticos y periodistas), sabemos poco pero hablamos mucho. Una vez oí a uno decir que la inflación es un fenómeno esencialmente monetario, lo que viene a ser como ir al médico porque nos duele una pierna y que el galeno, en vez de diagnosticarnos, nos diga que la vida es un hecho esencialmente biológico.

Mi santoral es reducido, pero en un puesto del altar tengo a Fray Luca Paccioli, el que dijo que el activo es igual a pasivo. Tirando de su hilo veo el siguiente camino: para no ahogarnos, nos hemos quedado en casa. Si estamos en casa, la noria se para. Si se para la noria, no hay trabajo. Si no hay trabajo no hay dinerito para hacer la compra en el Mercadona (con guantes, mascarilla y guardando un metro de distancia entre carro y carro, por supuesto). Y en este punto, estamos en un brete: no hay vil metal pero hay que comer.

Así que, o pedimos prestado o nos lo inventamos (o las dos cosas). Lo primero lo llevan haciendo los gobiernos desde que el mundo es mundo, y lo segundo lo empezaron a hacer los bancos centrales como si no hubiera un mañana en la resaca de 2008. Yo he visto funcionar la ‘máquina de hacer churros’ en dos sitios: en el hemisferio norte en la última década y en Argentina al principio de los 90, donde en un mes los precios subieron un 35%. Una de las muchas diferencias entre un sitio y en otro es que en EE.UU. y  en Europa, a pesar de algunos agoreros, la gente no repudió los churros y la inflación no subió (confesaré que prefiero de churrero a Draghi que a Trichet, ingeniero estudioso de la Ley de Murphy, que paró la máquina en 2009, cuando más necesidad de churros había).

El problema de dicha máquina es que, como no todos medimos lo mismo, la mayor parte de los churros ha ido siempre para los más grandes, véase los bancos, aunque su gestión la dirigiera Rocambole, mientras que pymes, autónomos, parados y pensionistas apenas llegan al mostrador. Y todos ellos también tienen que comer.

Con relación al último colectivo, es dable comentar la ocurrencia de un político americano, que ha aconsejado a los ancianos que hagan un acto de patriotismo y las espichen. No me extenderé mucho en semejante parida, pero el problema es que ese factótum no está solo. Su anaranjado presidente ha dicho que ya está bien de estar en casa y que dentro de quince días pondrá otra vez la noria en marcha. Tal opción tiene un problema, y es que, al paso que va la burra, dentro de poco no habrá gente para subirse a ella.

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Así las cosas, este milenio de la tecnología y del fin de la historia, tras los terribles atentados que jalonaron su comienzo, ya nos ha dejado, además de la máquina de churros, dos guerras mundiales. Esta, en la que le presentamos batalla a un virus, es la cuarta, y viene después de la tercera, que fue la de 2008. No soy experto en asignaciones presupuestarias, pero la Defensa de los tiempos venideros se llama Sanidad. No es una cuestión de ideología. Es una cuestión de supervivencia.

Este siglo también nos trae una distopía: en julio (o en agosto o en septiembre), las urgencias de los hospitales se colapsarán, pero no por la epidemia, sino por comas etílicos e indigestiones; los conductores se saludarán en los atascos; la gente saldrá a hacer running en la Castellana y terminará en Zaragoza; se agotará la cerveza; los adúlteros correrán sin pudor hasta caer en brazos de sus amantes; los niños volverán alegres al colegio; y nos sorprenderemos al pensar con simpatía en nuestros cuñados.

A tales pronósticos, solo les pongo un pero: como las olas del tsunami, que empiezan en un sitio y tardan en llegar a otro, pudiera ser que, cuando estemos otra vez en la calle, el pico de la curva esté en la Gran Bretaña, magnificado por la certera intervención de su Primer Ministro, que ha contratado como asesor de sanidad a un mono con navaja.

Y entonces pudiera ser que, atraídos por el sol, centenares de miles de ingleses acudan como hacen todos los años a nuestro país, en esta ocasión con el bicho puesto, a estudiar a la Biblioteca Nacional, a visitar el Museo Arqueológico y la Feria del Libro (que será en octubre) y a participar en congresos científicos y tertulias de Filosofía. De ser así, vamos a necesitar a Fernando Simón y a su primo para que nos asistan, porque tendremos que volver a encerrarnos en casita otra temporada…

Hoy por hoy, muros y banderas no se están mostrando muy eficaces en la lucha contra el virus. Por ello, en mi reducido santoral, también le he puesto una estampita a Santa Ciencia, a ver si se descubre pronto una vacuna. En fin, os mando ánimo, besos y abrazos y dejo ya de escribir. Ha aparecido ya el CD de Massiel; me voy a bailar un rato.