El viernes pasado Adolfo Suárez Illana convocó una rueda de prensa para dar a conocer el grave estado de salud de su padre; el informe médico no auguraba más de cuarenta y ocho horas de vida al que fue el primer presidente de la democracia española tras las cuatro décadas de franquismo; el desenlace parecía inminente. Así fue: ayer, domingo 23 de marzo de 2014, Adolfo Suárez fallecía en la clínica Cemtro de Madrid, rodeado del calor de su familia.
Desde el mismo viernes informaciones sobre su figura empezaron a salpicar programas y telediarios, y los medios se prepararon para lo que pudiera ocurrir; ayer la la cobertura fue plena y no hubo televisión, radio o publicación digital que no se volcara en recuperar el legado de Adolfo Suárez. Por ello pudimos revivir escenas del pasado, desde su nombramiento por el Rey en 1976 hasta su dimisión como presidente en 1981; recordamos la legalización del Partido Comunista, la creación de la UCD, la firma de los pactos de la Moncloa, la aprobación de la Constitución, la reforma fiscal, la promulgación de la ley del divorcio… Y recordamos la grandeza humana del presidente, su don de gentes, su simpatía, su estoicismo para soportar la crítica, y también su desgracia; porque iniciado el nuevo siglo, el alzheimer le hizo olvidarse de todo y le impidió recoger con plenitud el reconocimiento -tardío reconocimiento- de un país agradecido por su entrega a la historia.
En el momento en que escribo esta nota, la capilla ardiente de Adolfo Suaŕez, instalada en el Congreso de los Diputados, está a punto de abrirse al público, a todo aquel que quiera despedirle; por allí ya han pasado todas las altas instituciones del estado, y el Rey, como rey y como amigo, le ha dado, emocionado, su adiós postrero. Sirvan esta líneas para mostrar desde aquí nuestro respeto, admiración y sincera gratitud.
Doctora en Filología Hispánica. Decana de la Facultad de Ciencias Sociales y Humanidades y Profesora en la Universidad a Distancia de Madrid, UDIMA.