El recurso más crítico del siglo XXI es el tiempo. El tiempo es nuestra impaciencia. Tan es así que en este nuevo escenario de vertiginosa era digital conceptos como rentabilidad o productividad presiden buena parte de los esfuerzos acometidos por gobiernos, empresas y entes de todo tipo. Vivimos en una urgencia continua, de cambios constantes, fugacidad y transformación. Lo efímero se impone a lo permanente y la cultura de la inmediatez preside la relación del ser humano con su entorno.
En ese contexto resulta comprensible que la sociedad de la información (y por ende la sociedad del conocimiento) se haya convertido en el fenómeno por antonomasia en un universo globalizado. Sin embargo, no es fruto de una evolución lineal. Es el resultado de un proceso que parte de la creación del conocimiento a partir de tres hitos culturales: escritura, imprenta y, recientemente, la comunicación electrónica. Asistimos a un momento clave definido por la transición entre la sociedad industrial y la sociedad de la información. Y como toda transición se requieren necesidades para adaptar las dinámicas a nuevos escenarios. Éste es uno de ellos.
Una de las principales damnificadas por las exigencias de la sociedad de la información es la universidad. En plena eclosión cibernética, la velocidad en la transmisión del conocimiento y el auge de los entornos virtuales están configurando una sociedad interconectada que disuelve fronteras espaciales y sortea barreras físicas. La emergencia del conocimiento transfronterizo nos obliga a repensar los objetivos de la educación superior y dar sentido a los catalizadores de la enseñanza. Sin entrar en derivadas epistemológicas, lo cierto es que cada vez son más las voces críticas que señalan a la universidad como un estamento rezagado que debe enfrentar su propia renovación sin perder la esencia de su fundamento: docencia e investigación. La sociedad de la información ha venido para quedarse y el efecto dinamizador de los medios masivos ha provocado que la universidad ya no tenga la exclusividad en la generación del conocimiento académico. Parece contradictorio que “la democratización del acceso a los niveles más complejos del conocimiento quede confinada, como ahora, al acceso a la universidad”.
Algunos autores han invocado ya a una suerte de “revolución de la cultura docente” como un proceso necesario para optimizar mecanismos que fomenten el aprendizaje. Conceptos como progreso o innovación inspiran los habituales informes, memorias o estudios llevados a cabo por distintos organismos para revisar y redireccionar las políticas universitarias actuales y tender así hacia una universidad con vocación de modernidad, calidad y compromiso social. Poco a poco, las instituciones de enseñanza superior “están siendo requeridas para dar respuesta a demandas de formación más flexibles y adaptadas, y a la necesidad de incorporar nuevos sistemas pedagógicos”.
La educación superior se encuentra ahora en una complicada coyuntura que le hace debatirse entre la fidelidad hacia el formato tradicional (presencial) y la adaptación a las plataformas digitales. Una gran mayoría de universidades ha comenzado a desdoblar las modalidades presenciales y a distancia, aunque, de momento, se trata de un automatismo para agilizar el contacto profesor-alumno. La brecha existente entre universidades presenciales y online es tal que iniciativas como la Agenda 2030 pretenden generar modelos estratégicos que, desde la construcción de alianzas y el compromiso común, c.
Uno de los fenómenos resultantes del contexto socio-académico actual es la proliferación del individualismo en las sociedades occidentales. Cada vez es mayor el rango de elecciones que un ciudadano, en el plano social, y un estudiante, en el plano académico, tiene ante sí. La infraestructura tecnológica brinda a los entornos educativos las herramientas necesarias para hacer viable esta educación individualizada y participar en una sociedad del conocimiento que se base en las telecomunicaciones y no en el transporte. De ahí el importante rol desempeñado por las TIC (Tecnologías de Información y Comunicación) en una concepción versátil que flexibilice los cánones de enseñanza-aprendizaje. Poco a poco empieza a aceptarse que la aplicación e implementación de las TIC en los sistemas de enseñanza de las universidades son ya indicadores de calidad de las instituciones a pesar de que “dos de cada tres universidades siguen careciendo de un plan de dotación y distribución de recursos humanos relacionados con las TIC que se actualice periódicamente”.
Las TIC son consustanciales a la innovación, que es la base de la sociedad del conocimiento y uno de los motores de la globalización. La UNESCO, en la declaración mundial sobre la educación superior en el siglo XXI, celebrada en París en 1998, ya asumió que la educación superior debía acometer un proceso de profunda transformación digital que atendiera a nuevas realidades y demandas tanto sociales como científicas con la asunción de la “cultura informática” como reto ineludible: “lo que no pueden las instituciones de educación superior, y por ende sus docentes, es negarse o resistirse a la utilización de tales tecnologías (…) y al intercambio académico (…) Tenemos que aprovechar el gran potencial educativo de las nuevas tecnologías”.
Sin embargo, sería un error sacralizar en exceso las TIC, lo que nos abocaría a “una universidad desnaturalizada que progresivamente se aleja de esa aspiración humanista y antropocéntrica inherente a su naturaleza”. Las TIC deben ser un medio y nunca un fin; y su uso debe ir dirigido tanto al aprovechamiento del tiempo como a la asimilación de contenidos académicos a través del recurso tecnológico. De alguna manera, debemos tender a una progresiva socialización de la técnica y no a una tecnificación de la sociedad.
Una de las estrategias más aducidas en recientes seminarios, simposio, coloquios y congresos es la implementación de políticas colaborativas y redes telemáticas de aprendizaje desde el convencimiento de que el conocimiento debe ser difundido y compartido. Incluso hay autores que defienden la implicación de la propia administración en este fomento del espíritu colaborativo. Aumenta paulatinamente el número de profesores que reconocen la ventaja de las universidades online frente a las presenciales a la hora de establecer sinergias que redunden en el enriquecimiento de los procesos didácticos y la dinamización de grupos.
Actualmente, las clases impartidas en la universidad presencial incurren, de forma involuntaria, en un fenómeno de privación u omisión del conocimiento a millones de personas. Es decir, la audiencia se reduce a las decenas de estudiantes que acuden de forma síncrona al aula universitaria. Desde el punto de vista de la inversión educativa es un “desperdicio” que el disfrute de ese conocimiento se limite a un grupo reducido de alumnos.
Si circunscribimos el análisis a la docencia en el ámbito de la Arqueología, y disciplinas afines, detectamos un enorme potencial de propuestas innovadoras que posibilitarían el uso de metodologías activas de enseñanza y aprendizaje; tanto en el ámbito universitario como en la educación primaria y secundaria o en el entorno museológico y patrimonial. A día de hoy abunda la literatura científica centrada en resaltar las bondades tecnológicas de la realidad aumentada, la virtualización, la creación de espacios interactivos o el mobile learning. Sin embargo, se echan en falta ideas innovadoras que, desde el pensamiento crítico y la reflexión, mejoren los mecanismos de aprendizaje asumidos en las aulas universitarias donde se forman arqueólogos e historiadores. En las siguientes líneas se propondrán varias estrategias a implantar en entornos universitarios – especialmente en el ámbito arqueológico – con la vista puesta en la rentabilidad académica y el aprendizaje autónomo e inclusivo.
La universidad necesita revisar paradigmas y acometer su propia renovación. Ante un contexto de envolvente revolución tecnológica, hipercomunicación y demanda de eficiencia, la educación superior debe adecuar sus mecanismos a un entorno de sociedad interconectada y conocimiento transfronterizo. El aula física se ha revelado como una estrategia anacrónica de escaso retorno académico con la que se incurre en la privación del conocimiento a millones de personas. No queda registro de los contenidos transferidos – el sistema de toma de apuntes no es más que un simple dictado; un procedimiento mecanicista e improductivo – y no contempla la posibilidad de reproducir o recuperar las clases impartidas. Viene siendo urgente, como desideratum, la implantación de un modelo de aula abierta, dinámica y en sintonía con la sociedad de la información y el conocimiento del siglo XXI.
En el ámbito de la transferencia académica, la herramienta que más prestaciones ofrece es la vídeo-lección, que no solo facilita la retención de contenidos, sino que contribuye, en pleno auge de la cultura audiovisual, a la representación gráfica del conocimiento. El vídeo, además, garantiza su permanencia y mejora la accesibilidad: siempre estará disponible en la red. Otra modalidad generadora de conocimiento es la vídeo-entrevista, que permite al profesor titular de una asignatura interactuar con colegas mediante aportaciones académicas – novedades bibliográficas, teorías, discusiones – trasladadas por especialistas en subáreas de conocimiento en las que el titular de la asignatura no es experto. Un nuevo reto que flexibiliza los cánones de enseñanza-aprendizaje desde la transversalidad académica, la creciente conectividad, el modelo cooperativo y las redes educativas virtuales. Se antoja necesario dotar a las universidades de medios técnicos (producción, grabación, edición) que hagan viable y rentable el esfuerzo llevado a cabo por los docentes. La solución no pasa por exterminar la universidad presencial sino por maximizar el tiempo invertido por los docentes y no entrar en un bucle de repetición de las mismas lecciones año tras año.
Pero la asunción de las nuevas tecnologías (y por ende, el vídeo) por parte del profesorado universitario es hoy un debate en combustión. Una encuesta realizada en 2017 – en el área de historiadores/arqueólogos, a profesores de 180 universidades españolas, europeas y norteamericanas – muestra aún un cierto escepticismo ante el empleo del vídeo como herramienta docente. Algunas de las opiniones refractarias al vídeo apuntan a la coartada corporativista. Ven en los formatos audiovisuales una amenaza tecnocrática: no admiten la optimización de recursos que acarrearía el vídeo ni quieren reconocer la racionalización del tiempo que implicaría como recurso. Afortunadamente cada vez es mayoritaria la receptividad del estamento académico ante el empleo de formatos audiovisuales, como complemento a la presencialidad, sin menoscabo del rigor científico. Muchos (incluido el autor de este artículo) se decantan por una metodología mixta que combine la clase presencial con el uso del vídeo y algunos asumen que el formato audiovisual sería una fórmula válida para compensar las limitaciones presupuestarias de las universidades.
El proceso de aprendizaje que se estila en las universidades presenciales debe ser retocado y adaptado a los modelos en curso. Los profesores han de ser provistos de nuevas destrezas para que la transferencia académica sea más racional y versátil, con la vista puesta en un escenario futuro en el que el conocimiento sea un bien común, patrimonio de todos.