El pasado día 5 de diciembre moría Nelson Mandela en Johannesburgo. Tal vez Mandela haya sido uno de los líderes mundiales más aclamados en vida y con un mayor número de premios internacionales en reconocimiento a su labor a favor de los derechos humanos, la convivencia y la lucha contra la tiranía.
En términos históricos, la vida de Mandela es el reflejo también de la evolución del proceso postcolonizador. Una parte de la historia de África desde 1918, año de nacimiento de Mandela, hasta nuestros días, es la de la opresión, la lenta descolonización, la creación de estados artificiales que provocan luchas étnicas, la de la autoafirmación de la identidad africana, la de la lucha y la conciliación.
Poco antes del nacimiento de Mandela, en 1910, nacía la Unión Sudafricana tras unas largas negociaciones con Gran Bretaña. La primera guerra de los Bóers (término afrikáner que hace referencia a los granjeros holandeses que se asentaron en la zona) de 1880-1881 se había cerrado en falso ante las reivindicaciones del Estado del Transvaal y del Estado Libre de Orange de permanecer como repúblicas independientes de la Corona Británica. Aunque mantenían un grado de autonomía notable, en 1899, después de una década de lucha política con la Colonia Británica del Cabo, las tensiones volvieron a desembocar en lo que se conoce como la segunda guerra Bóer, que duraría hasta 1902 y que provocaría unas grandes pérdidas humanas por ambos bandos, colonos holandeses y tropas británicas, además de la población civil negra.
Lo que en principio iba a ser un enfrentamiento solo entre blancos acabó siendo una guerra en todo el territorio. Posteriormente, el descubrimiento y explotación de los yacimientos de oro y diamantes crearon unas tensiones muy difíciles de gestionar entre las compañías explotadoras británicas, los granjeros nacionalistas de origen holandés y la población nativa negra. La respuesta de la población negra a las políticas del gobierno blanco de la Unión Sudafricana fue la creación, en 1912, del South African Native National Congress (Congreso Nacional Nativo Sudafricano), como instrumento de reivindicación de la identidad y los derechos de los nativos negros. Rebautizado en 1923 como African National Congress (Congreso Nacional Africano), el movimiento nativo negro se hizo cada vez más presente en la vida pública del país.
Cuando Mandela era un joven apenas recién licenciado que comenzaba a sobresalir en el ANC, los afrikáners iban tomando el control de la política sudafricana, distanciándose de la gestión más liberal de los británicos, y que culminaría en la instauración de lo que denominaron política de separación de blancos y negros o «apartheid» en 1948.
Tras un referéndum celebrado solo entre la población blanca en 1961, Sudáfrica se retiró de la Commonwealth, separándose definitivamente de la zona de influencia británica, y proclamó la república. Mandela, en aquel entonces, ya era un reconocido militante del movimiento africanista dedicado a organizar la resistencia armada del ANC y a abrir sus contactos con potencias extranjeras, lo que le llevaría a ser detenido y juzgado como terrorista en 1962.
A partir de ahí, la biografía de Mandela y la historia de Sudáfrica corren paralelas. Mientras que el ACN fuerza un diálogo con un gobierno blanco cada vez más acosado por la presión internacional y por la protesta dentro de sus fronteras, Mandela convierte su cautiverio en un momento de aprendizaje, tanto político como personal. Aprende la lengua afrikáner y se empapa de la cultura de sus carceleros. Ese conocimiento lo usará tanto para tender puentes de diálogo como para saber mantener sus posiciones políticas hablando de igual a igual. Sin embargo, Mandela ya empezaba a convertirse en el mito, en una referencia internacional y en un símbolo de la lucha por los derechos raciales.
En 1990, Mandela es liberado de la cárcel en un clima insoportable para el gobierno racista, que se ve forzado a iniciar un rápido proceso de transición. En las elecciones de 1994, las primeras en las que se permite el voto negro, Mandela es elegido presidente.
Los historiadores tendrán que ver ahora cuál ha sido el verdadero legado de Mandela para todo el continente, no solo para Sudáfrica. Habrá que analizar si su modelo de transición y convivencia ha sido la solución para este tipo de conflictos de origen remotamente postcolonial o solo una salida de compromiso ante unas circunstancias históricas peculiares. Habrá que estudiar, en definitiva, si la Sudáfrica huérfana de Madiba, como era conocido, crece con la suficiente madurez democrática como para ver cumplido el sueño que un día tuvo Mandela de que África será de todos aquellos que viven en ella, independientemente de su origen o su color, en igualdad de condiciones.
Tras la segunda guerra bóer, los nativos negros que hasta ese momento se habían visto recompensados por los británicos con tierras de cultivo las vieron arrebatadas por el gobierno afrikáner que surgió del conflicto. En la Sudáfrica contemporánea, la tensión crece porque la mayor parte de la tierra y las explotaciones mineras aún está en manos de los blancos, lo que aumenta las diferencias sociales como en ningún otro país con ese grado de desarrollo, factor que puede hacer tambalear a su frágil régimen democrático. Las reformas están en marcha, pero se abren camino a duras penas, en medio de una sociedad con una alta tasa de criminalidad e inseguridad ciudadana.
La historia de Sudáfrica nos enseña cómo los dirigentes de los pueblos pueden ir decidiendo sus destinos sin contar con ellos pero a costa de su sufrimiento. Sudáfrica es una nación con muchas heridas abiertas por su pasado, no solo por los conflictos entre blancos y negros, mestizos y asiáticos, sino también entre la herencia cultural holandesa y británica. Mandela ha representado la contestación y la rebeldía a ese estado de cosas, tras aprender en sus propias carnes los límites de la violencia y la necesidad de la paz.
El gesto de Nelson Mandela de abandonar el poder a los pocos años de ser elegido (1999), el impulso de una Comisión para hacer posible la reconciliación (1995) y una política de paz y perdón, le hacen aparecer a los ojos de la Historia como un ejemplo digno de ser imitado y sería deseable que esto se mantuviera así, como una nueva manera de entender el gobierno de las naciones africanas. Solo la historia nos dirá si las heridas del odio y el rencor pudieron ser finalmente curadas por la altura de miras de un pueblo orgulloso de haber alcanzado la libertad.