La historia ha servido para muchas cosas. Por ejemplo, para dar lustre y ensalzar, con relatos más o menos verosímiles, una casa principesca o los orígenes de una ciudad. Ha servido como motor de no pocas hazañas y empresas esforzadas por el afán de «pasar a la historia», convirtiéndose por lo mismo en receptáculo de la fama, de donde luego se tomaban modelos y ejemplos. Ha sido también aviso para navegantes, maestra de la vida, escuela de desengañados… Más tarde, en la época de los nacionalismos, ha servido para justificar ambiciones y atrocidades. La historia, o lo que pasa por ella, se presta a casi todo. Pero hay una función para la que apenas se ha usado y que valdría la pena ensayar: la historia como escuela de convivencia.
Cuando la historia es lo que tiene que ser, no es ni egoísta ni altruista. No consiste ni en contar cómo hemos llegado a la situación presente, que sería (se piensa aunque no se diga) la única que de verdad merece la pena, ni en transmigrar simplemente a otras épocas como en un imaginario viaje en el tiempo. Nuestra época no es la que da sentido a todas las anteriores (espejismo del progresismo) ni una más como otra cualquiera, por la sencilla razón de que es la nuestra. La historia, cuando es, insisto, lo que tiene que ser, nos traslada, sí, a otras épocas, pero no desnudos, sino pertrechados de nuestros prejuicios, nuestro lenguaje y nuestras creencias. El historiador quiere entender otras sociedades, necesita entenderlas, no para probar una tesis ni por mera curiosidad o evasión, sino porque esas sociedades de alguna manera se han hecho para él importantes: le interpelan. Solo el que necesita saber algo, llega de verdad a saberlo. El turista y el mero excursionista, en la historia como en lo demás, nunca se enteran de nada.
El historiador, curtido en la comprensión de otras culturas, que no puede reducir a la propia ni dejar estar sin más, a las que quiere de someter a ciertas preguntas al tiempo que se deja interrogar por ellas, es un maestro de convivencia. El «egoísta» y el «altruista» vuelven de la jornada histórica como se marcharon. En cambio, el verdaderamente dotado de sentido histórico siempre vuelve enriquecido, ensanchado su horizonte y aumentado el espesor de su presente. Una sociedad con buenos historiadores es una sociedad más rica y al mismo tiempo (con solo aparente paradoja) más modesta. Una sociedad no solo más tolerante, sino, lo que es más, más abierta a la convivencia. Porque la historia no hace sino prolongar en una dirección vertical, de profundidad, lo que el diálogo y el convivencia con otras culturas del presente prolonga en horizontal.