Doménico Theotocópuli expiraba en la ciudad del Tajo un 7 de abril de hace cuatrocientos años. Su alma mutaba en alargada efigie, tanto como algunas de sus figuras, para cambiar de dimensión. Y es que este pintor griego, de formación italiana y afincado en la otrora capital visigoda había escrito en la Historia del Arte con aquellos pinceles que le dieron la vida y la fama. Primero la vida que otorga la estabilidad profesional, porque aunque había nacido en 1541 en Creta (entonces reino de Candía bajo dominio de la Serenísima República de Venecia), fue en Toledo donde encontró comitentes, clientes que le encargaban obras y, por ende, le proporcionaban el sustento, más aún con el caché que gastaba… Pintor caro que reivindicaba su condición de artista en una España donde las artes plásticas todavía eran consideradas oficio de artesanos por el prejuicio a mancharse las manos. También en la ciudad imperial experimentó la evolución personal que otorga la sensación de la paternidad, pues en ella nació en 1578 su único hijo, Jorge Manuel, después colaborador en su taller y arquitecto hasta el punto de ser el autor de la fachada del Ayuntamiento de su ciudad natal.
Tras su óbito en 1614, el recuerdo de El Greco caería en el olvido, no así su legado, que a pesar de pasar «sin pena ni gloria» durante tres siglos, sería rescatado con avidez, más extranjera que española, a principios del siglo XX. El Greco fue expoliado de su fama y prestigio. De hecho, por primera vez en 1914 se celebró un centenario dedicado a su figura. Es el momento en que Toledo, gracias a los estímulos de la Generación del 98, de la Institución Libre de Enseñanza con Cossío como principal impulsor, del marqués de la Vega Inclán, de Gregorio Marañón y de otros espíritus intelectuales, hace emerger desde el Tajo al astro griego haciendo su destino indisociable al de aquella ciudad que, como dijera Paravicino, le dio la vida artística.
Laura Lara Martínez
Doctora en Filosofía. Profesora de Historia Contemporánea.
Udima, Universidad a Distancia de Madrid