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Inexactitud contable

Ayer me fui a la cama con las orejas gachas. Resulta que en la radio, un preboste echó la bronca al personal por teletrabajar hechos unos zarrapastrosos, así que esta mañana he seguido un elegante código de vestimenta para ponerme delante del PC: americana de raya diplomática, camisa Oxford, corbata de seda, pantalón de chándal, calcetines blancos y zapatillas de Snoopy. Después me he perfumado con Eau d’Antier (de la misma fecha que los tomates de mi nevera) y me he venido arriba, impartiendo una clase de sumo interés durante dos horas, hasta que me he dado cuenta de que no había encendido el ordenador.

Sumido en la frustración, he puesto la televisión para despejarme: en un canal en blanco y negro, un tertuliano de levita exponía ponderadamente la necesidad de formar un gobierno de tecnócratas presidido por Agustina de Aragón. En otro, un entendido en Estadística, que pensaba que Fisher era un jugador de ajedrez, daba su pronóstico sobre la evolución de la pendiente, manifestándose partidario de que la segunda derivada siga creciendo, de modo que, aproximadamente a mitad de la década, cuando no queden en el planeta más que gatos, el virus se caiga desde el máximo y se escuerne, dando así por finalizada la pandemia.

Receloso de su catadura, al ver que luego se ofrecía como limpiador del mal de ojo y fabricante de crecepelos, he procedido a apagar el televisor y repasar la prensa: en la sección de deportes, el presidente del Comité Olímpico daba por segura la celebración de los juegos de Tokio en 2047, afirmando que los deportistas que hubieran logrado marcas mínimas el año pasado tendrían franca su participación y asegurado el transporte desde las pistas de atletismo hasta sus centros de día. En otra página, un columnista afirmaba que, cuando ya creíamos haber visto todo, en este tiempo de colapso de bancos y de redundancia de reyes y de papas, ha llegado un bicho que tiene acogotados a los psicólogos: a cuarenta y siete millones de personas les ha entrado, de sopetón, miedo a salir de casa y han empezado a lavarse las manos treinta y tres veces al día. A ver quién es el guapo que les diagnostica a todos una agorafobia o un trastorno obsesivo compulsivo.

Como quisiera que la lectura de la prensa tampoco me permitía hallar sosiego suficiente y con el fin de aumentar mi acervo cultural, me he apuntado a dos grupos que me han pasado por whatsapp: uno se llama “zumba para obtusos” y el otro “poesía para disléxicos”. Con relación al primero, no sé qué tal estará, porque no he sido capaz de dar con el enlace, pero el segundo es estupendo. Lo administra el maestro Yoda y tiene colgados unos versos que ‘bonitos muy son’. Tras la lectura de un poemario breve de 2.500 páginas que he leído de derecha a izquierda, me ha entrado el apetito. Como no sabía qué comer, he sacado una pechuga de pollo de la sección de restos arqueológicos del congelador y la he preparado con mi conocida destreza culinaria y las habituales medidas de higiene: vuelta y vuelta, aliño de aceite, una pizca de sal, ajo, perejil y un chorrito de lejía. Me ha sabido a gloria aunque los ojos se me han vuelto de color magenta.

Para relajarme durante la digestión, he sintonizado una película futurista de argumento sumamente interesante: primero, un presidente exhortaba a sus ciudadanos diciéndoles que iban a ganar la lucha contra un virus; y luego salía el Papa rezando en la plaza de San Pedro donde no había ni un alma. Tras esas escenas, me he decepcionado un poco, porque pensaba que entonces llegaría Bruce Willis vestido de astronauta y se pondría a perforar un asteroide, pero ha salido un señor de ojos saltones dando cifras y he perdido el hilo. Finalmente, ha aparecido el hombre del tiempo, mas en vez de pronosticar nubes de desarrollo vertical y chubascos en la sierra, ha dicho que nos habían robado el mes de abril, lo cual me ha enfurecido. Hasta ahí podíamos llegar. A la mínima contrariedad en esta piel de toro nos venimos abajo y nuestro optimismo proverbial muta en un estado de ánimo propio de conserje de funeraria.

Con un incipiente ataque de ira, me he subido a la lámpara a desahogarme con la araña que conocí el otro día y con quien hice buenas migas. Me ha invitado a café y a pegar la hebra en el sentido literal de la palabra. Preguntándole por el avance de sus estudios, me ha dicho que ya ha terminado ADE y que ahora está haciendo un curso de Contabilidad Avanzada. Le he transmitido mi asombro por su progreso, pero ella se ha quitado importancia: al poder hincar ocho codos en vez de dos, ha sacado las asignaturas como rosquillas. Asimismo, comparando la suya con la velocidad con la que algunos se sacan aquí la carrera, me ha dicho que su expediente parece el de un repetidor de tuna.

Cuando le he referido lo del robo del mes de abril, ha aseverado que tal afirmación constituye una inexactitud contable: por el principio del devengo, si estamos a día 1 y quieren hurtarnos todo el mes, los 29 días restantes habría que contabilizarlos como un derecho en el activo, pues en modo alguno dejaremos que nos lo roben. No será ninguna pérdida, tan solo un crédito concedido con exigencia de devolución. Así que, ya sabéis: de parte de mi araña, especialmente para los que estáis malitos, cuando llegue el vencimiento, pedid que os devuelvan el principal de este crédito que hoy hacemos, en vez de con dinero, con abrazos. Y, sobre todo, que los intereses os los paguen en besos.

Madrid, después del viernes 13

El sábado ha salido soleado en Madrid, esta Zona Cero de la nueva ‘zona cero’ del coronavirus, que es Europa. Como bien decían en la radio esta mañana, las cosas evolucionan a ritmo vertiginoso y aún nos cuesta dar crédito a algunas informaciones, instalados como estamos entre el miedo y la incredulidad. Hace un mes y medio, veíamos a China como algo lejano y hacíamos chistes de murciélagos y pangolines. Hace tres semanas, como una amenaza. Hoy, como una esperanza que nos enseña el camino de que la cura es posible.

En esta ciudad frenética que es Madrid, la vida ha cambiado. Hasta la semana pasada, nos faltaba el tiempo para recorrer mucho espacio entre la casa y el trabajo. Hoy nos falta el espacio y nos sobra el tiempo. Esta situación es inédita para todos. Tan viral como la enfermedad es el miedo, quizás más; y tan angustioso como contagiarse es no poder dejar de pensar en contagiarse.

Hasta hace pocos días, oíamos hablar con frecuencia de Messi o de Ronaldo; y hoy, quienes están en boca de todos son Fernando Simón y Juan Roig, ya casi familiares, que nos proveen, respectivamente, de información sobre la enfermedad y de papel higiénico.

Posiblemente, parte del desasosiego que estamos sintiendo proviene de que, de pronto, nos han robado nuestras rutinas; hábitos de los que renegamos por aburridos, pero que nos permitían ganarnos la vida y volver sanos y salvos a casa cada día. Nos han hurtado la cercanía y el tacto. El virus nos ha obligado a reemplazarlas por otras nuevas, fastidiosas y hasta ayer incomprensibles. Pero debemos entender que hoy lavarnos las manos equivale a dar un beso.

Sin ser exagerado, es posible afirmar que la vida humana hoy se enfrenta a una importante amenaza, pero no hay que olvidar que para el coronavirus no somos un enemigo, somos simplemente un anfitrión.

Echando algunas cuentas, es muy posible que haya mucha más gente infectada que diagnosticada. Es comprensible, debemos asumirlo y no caer en el pánico por ello. Dicen los expertos que el ochenta por ciento de los contagiados, o bien no desarrollarán síntomas o bien pasarán una especie de gripe severa. En ambas situaciones, es importante no acudir al hospital para no esparcir el virus. La Sanidad tiene que estar disponible para poder atender a ese otro veinte por ciento con más riesgo. Debemos ayudar a nuestros héroes, que no llevan capa negra, sino bata verde, y que no viven en Gotham, sino que atienden en farmacias y hospitales.

Una vez me explicaron que las telecomunicaciones empezaron a desarrollarse cuando el transporte físico alcanzó su tope: el hombre nunca viajaría a la velocidad de la luz; sin embargo, los datos, la voz y la imagen sí podrían hacerlo. Hoy disponemos de algunas herramientas que ya hubieran querido para sí nuestros antepasados en la época de la peste negra. La tecnología nos rodea. Llevamos ya casi dos décadas hablando por el móvil, sacando billetes vía web y ligando por Internet. Esta situación es una oportunidad impagable para demostrar que podemos seguir haciendo muchísimas cosas y que este bicho no nos va a parar; aunque ello nos resulte muy costoso.

Personalmente, llevo unos días en los que apenas puedo concentrarme. No paro de recibir y de mandar correos y WhatsApps. Y cada cuarto de hora entro a mirar el número de contagiados. Dado que tal actitud no lleva a ningún sitio, pienso que es importante espabilar y ponerse al mando de uno mismo. Teletrabajar puede ser la salvación y la alternativa al colapso, pero nos exige ser disciplinados, respetar horarios y establecer rutinas rigurosas.

Si tuviera que dar algún consejo al respecto diría que debemos actuar como si estuviéramos en una jornada laboral normal, con la ventaja de que no hay que soportar atascos. Trabajar en pijama está prohibido. No digo que nos tengamos que arreglar como si tuviéramos una cita, pero el día debe comenzar con una ducha y un buen desayuno. El lugar de trabajo debe estar independizado y durante el período laboral debemos evitar distracciones como mirar el móvil o el Facebook. Asimismo, no son recomendables las visitas furtivas al sofá o a la nevera.

Eso sí, después de trabajar, haced alguna actividad que os guste, mandad chistes, vídeos y reíros mucho y fuerte. Tenemos a nuestro alcance vídeos, webs, música y libros. Sobre todo, libros. Y si podéis, meditad.

Estad atentos a vuestra gente cercana y subidles el ánimo cuando los veáis mustios para que no se vengan abajo. Hay que ser fuertes psicológicamente. Si conocéis a alguien que sufra desdoblamiento de personalidad, recomendadle encarecidamente que se sitúe a una distancia de sí mismo de al menos un metro y que no se salude.

Estoy convencido de que de saldremos de esta. Descubriremos en nosotros fortalezas nuevas que no conocíamos. Nos volveremos más empáticos, más compasivos y nos escucharemos más. Aunque no sea hoy y no sea pronto, volveremos a abrazarnos y a tomar cañas.

Cuidaos mucho y, por favor, quedaos en casa.