Me rompí el tendón de Aquiles jugando al fútbol con un niño de cinco años. Desde entonces, aunque no viene al caso, cuando oigo la expresión “deportes de riesgo” me meto debajo de la mesa. En el hospital, un enfermero me pidió que me levantara la pernera del pijama y, siguiendo un moderno procedimiento digital, cogió un rotulador negro y me pintó en la espinilla un asterisco del tamaño de un repollo.

-¿Por qué hace eso?

-Para que el médico no se confunda de pierna al operarle.

Hubo suerte y me operaron bien, aunque me pasé varios meses en rehabilitación. Dado que no podía conducir para ir a la clínica, tuve tiempo de escuchar las lesiones padecidas por los taxistas, titulares y contratados, de la flota entera de la Villa de Madrid: esguinces, fracturas y elongaciones me fueron relatadas con minuciosidad por parte de los conductores sin necesidad de preguntarles.

-¿A dónde vamos?

-A la calle de…

-Pues fíjese, yo una vez, me caí de una escalera y me rompí la tibia.

Y así, un día y otro, hasta que, una tarde, un taxista no me contó sus percances, sino que me mostró el Quijote que tenía en el salpicadero y que, según me dijo, iba leyendo en las paradas mientras esperaba a cargar clientes. No hablamos de escayolas. Nos reímos mucho recordando el episodio de la venta.

Hace algunos años, encontré en un quiosco los cuentos que me leían mis padres de pequeño. El que más preocupación me produjo siempre fue el del pobre Pulgarcito, engullido por un buey. El de Hansel y Gretel, cebados por una bruja y sin poder salir de casa, guarda una curiosa similitud con estos tiempos que corren.

El primer libro que me enganchó siendo niño fue uno de Los tres investigadores. Lo solía leer mientras merendaba un bocata de salchichón. Me gané una reprimenda del bibliotecario por devolverlo con las hojas manchadas de grasa del embutido.

Entre los amigos del cole, algunos eran de Los Cinco y otros éramos de Los Siete. Dicha rivalidad se tornaba en consenso cuando aparecían Rompetechos y Mortadelo.

Al que inventó el metro, le tendrían que hacer un homenaje en la Feria del Libro. Así, de Legazpi a Plaza de España, Tolstoi me fue contando la campaña de Rusia; y de Almendrales a Somosaguas, en la línea 3 y luego en el A, pude contemplar sin pausa al Coronel Aureliano Buendía frente al pelotón de fusilamiento mientras recordaba el día en que su padre lo llevó a conocer el hielo.

Por poco dinero, más bien ninguno, porque no le devolví el libro a mi amigo Paco, seguí por Granada, Fez, El Cairo y Roma, a León el Africano. Libro maravilloso. Guía de viajes y bálsamo para el corazón.

La primera clase magistral de Dirección de Operaciones se la vi impartir al muy eficiente Pantaleón Pantoja cuando organizó un equipo de visitadoras ad hoc para subir la moral a las tropas peruanas (¡Qué crack!). Aparte de esa historia, y de la de un pobre escribidor con mente disparatada, de don Mario me quedo con el tremendo relato de la niña dominicana que sufrió los abusos de un Chivo.

Me enteré no hace mucho de que todas las familias felices parecen iguales, mientras que las infelices lo son cada una a su manera. Fue camino de Santiago. A la pobre Ana Karenina, curiosa casualidad, la vi arrojarse a las vías del tren mientras yo esperaba en el andén de la estación de Orense.

Mi educación sentimental incluye a Remedios la bella, flotando transparente mientras llovían flores, a la evocación emocionada que un pintor hizo de su Señora de rojo sobre fondo gris y a la Gemma de Sanín en Lluvia de primavera.

Opino que Flaubert era un malvado. Primero te distraía con las descripciones más maravillosas que se hayan escrito, para luego arrimar el ascua a su sardina y, con el pretexto de compadecer a su protagonista, hacerte odiar al señor Homais. No mucho antes, asistí espantado al bofetón que le pego un padre a su hijo en Rojo y Negro. Desde entonces me pregunto qué hubiera pasado si Emma Bovary y Julián Sorel se hubiesen conocido cuando ambos estaban en edad de merecer.

Confieso que me costó terminar Rayuela, pero me fascinó verme metido en el atasco de una autopista cerca de París.

Dijo Auster cuando recogió el Príncipe de Asturias, que la lectura forja un vínculo casi íntimo entre dos desconocidos. Debe de ser así, pues observé muy cerca la felicidad del protagonista de su Brooking Follies al salir del hospital el día 11 de septiembre de 2001.

La coincidencia literaria más rara que me ha ocurrido fue en un concierto en la plaza Mayor. Estaba leyendo Nieve, de Pamuk, y me senté al lado de una señora francesa. Leía en su idioma el mismo libro. Los dos por la misma página.

Peor suerte corrí cuando fui a Isla Negra a ver la casa de Neruda y me encontré con que ese día cerraba porque era lunes. No obstante, gracias a don Pablo conocí que los cisnes no cantan cuando mueren.

A través de los libros he sabido también del exilio interior de los quebrados durante una guerra infame. En el corazón helado, en los girasoles ciegos, en la voz dormida, en el lápiz del carpintero.

Aunque soy de Madrid, la Barcelona que amo la he visitado a través de su lluvia: la de Carmen Laforet, la de Ruiz Zafón, la de Leante y la de Goytisolo.

La de Galicia, sin fin, la descubrí en una mazurca de Cela.

Leer también ha tenido sus inconvenientes: cateé una asignatura en la carrera por dedicar el día anterior al examen a enterarme de si los libios habían hecho explotar una bomba en Nueva York. Además, tengo miedo de volverme cucaracha desde que conocí a Gregorio Samsa.

Os confesaré que estos días leo y releo dos libros: uno, me lo regaló mi amigo Vicente. Es La peste, crónica de actualidad, en la que el hombre da de sí lo mejor y lo peor enfrentado a una epidemia. El otro lo comencé a leer en el verano del 90. Fue cuando un tal Eduardo Mendoza empezó a publicar en un periódico la historia de un extraterrestre llamado Gurb, que cayó en Barcelona y se convirtió en Marta Sánchez. Tuve que interrumpir su lectura pues me marché a trabajar fuera de España. En esa época no había Internet. No fue sino hasta las Navidades siguientes, cuando de vuelta en Madrid, vi en una librería la edición completa. Todavía me sigo riendo.

Creo que entre las tres mejores cosas que hay en esta vida (me permitiréis que no diga cuáles son las otra dos ni el orden en el que las pongo) está la lectura. Así, si tuviera que recomendar algo para este confinamiento, además de que os quedéis en casa, os lavéis las manos y deis cuantos más besos, mejor, os diría que leyerais. Mucho. Sin medida. Sin quicio.

Para protegernos del odio, de la zafiedad y de la tristeza.

Por ello, hoy 23 de abril, entre recuerdos a don Quijote y a Sancho, quiero que nuestros abrazos vuelen hacia los lectores, hacia quienes escriben y, también, hacia libreros y editores, que lo están pasando mal.

Feliz Día del Libro a todos.

Lleno de cariño y de esperanza.

Tanto como de vida por delante.

Tanto como de páginas por pasar.