Soy profesor de academia. No lo fui siempre. Antes trabajé moviendo papeles de un sitio a otro de la mesa (con dignidad, eso sí) y parapetado tras pilas de informes. Me di cuenta de que tenía que cambiar de empleo una noche en mi despacho, mientras preparaba a las tantas un gráfico para entregar al día siguiente. Mi objetivo era relacionar el esfuerzo inversor realizado por la empresa con la penetración del servicio, pero, espeso por el cansancio, mezclé peras con manzanas y puse por título al gráfico “Esfuerzo de penetración”. Al verlo, comprendí que mi desván necesitaba una reforma.

Al cabo del tiempo, cuando ya me habían diagnosticado como caso perdido y gracias a algunas curiosas circunstancias de la vida, me encontré plantado en un aula con veinte pares de ojos clavados en mi verbo. Llevaba la clase preparadísima y, como podréis adivinar, me quedé en blanco. Salí apenas del trago, haciendo una faena de aliño y con tembleque de piernas, pero mal del todo no me debió de ir, porque al llegar a casa me dijeron: “¿Te ha pasado algo? Es que traes buena cara”.

Desde entonces me dedico a esta profesión, que consiste en hablar en un aula con la esperanza de que quienes me escuchan no se duerman ni salgan despavoridos, lo que ya tiene mérito, especialmente los sábados a las nueve de la mañana. Y por eso, hoy voy a hablar de ellos, de mis alumnos.

A lo largo de este tiempo, he tenido muchos. En primer lugar, he de agradecerles que nadie haya usado conmigo el pin parental ni haya ido al lavabo a hacerse el harakiri. He de reconocer que tampoco he tenido que convocar una reunión de padres. En general, son buena gente y estudiosos. Se esfuerzan por aprender y eso que, nuestros mayores, fácil no se lo ponen. No resulta sencillo pedir a nadie que hinque los codos después de cargar a la espalda ocho horas con un jefe dando bufidos, cuando tenemos prohombres que se sacan media carrera en un verano, una tesis en siete días y escriben un TFM poniendo velas a santa Wikipedia, entre garbeo y garbeo por la góndola de cosméticos del supermercado.

Además de muchos, mis alumnos han sido variados. Los he tenido silenciosos y habladores, guapos y feos, altísimos y bajitos, homosexuales y heterosexuales, veganos y con querencia por el solomillo, del Madrid y del Atleti.

Han llegado de cuatro continentes. Una vez tuve a un italiano que trabajaba en China y venía a clase cada 15 días con el sueño cambiado. Amable donde los hubiera, nos obsequiaba con caramelos de ese país, elegidos al azar pues no era capaz de entender lo que ponía en el envoltorio. Una alumna vietnamita se llamaba Ha, y se extrañaba de que me acordara de su nombre. Otra, de allende los mares y floja en geografía, tras contar que mis padres eran de un pueblo muy pequeño de Guadalajara, me dijo: “Profe, no sabía que usted era medio mexicano”.

En una ocasión tuve una pareja que se sentaba en el mismo pupitre. Al cabo de unas semanas, llegué a la conclusión de que a la chica no le hacía mucha gracia que el novio se hubiera apuntado al máster, porque no lo dejaba ni a sol ni a sombra y, a hurtadillas, le cogía de la mano. No he visto cosa igual. Creo que no volveré a conocer a nadie que haya aprendido por amor a cuadrar balances.

Dando un monográfico en un otoño, repitió conmigo un alumno que lo había sido varios años antes. Le pregunté que si seguía en contacto con algunos de sus antiguos compañeros, a lo que él contestó: “Bueno… me casé con la compañera que se sentaba al lado y tenemos dos niños”. Así comprobé el refrán de que el roce hace el cariño.

Otra vez, se me apuntaron dos alumnas de la misma empresa. Tras decirles que iba a formar grupos para hacer un trabajo, una vino agobiada en un descanso y me dijo: “Por favor… no me pongas con ella… que es mi jefa”.

En lo referente a religión e ideología, igual que en botica, ha habido de todo: alumnos cristianos, ateos y musulmanes, de derechas y de izquierdas, monárquicos y republicanos, nacionalistas españoles e independentistas catalanes, monetaristas y keynesianos. Hubo uno que me persiguió un semestre por los pasillos para convencerme de las bondades de una economía planificada y los planes quinquenales. Pero también di clase a otro que me confesó orgulloso que tenía en su casa una reliquia de la mano invisible de Adam Smith.

En una ocasión, mi madre me preguntó por mis alumnos. Yo le dije “Mamá, algunos se acuerdan de ti”.

Muchos de ellos han sido muy diligentes; y otros, procrastinadores (Nuestro Señor confunda el tino a quien inventó semejante palabro, pues tal término no debería haber suplantado al españolísimo “guitarrista”). No obstante, el alumno más cumplidor que he visto fue uno que un mes de diciembre vino a clase a segunda hora después de que le tocara el Gordo esa mañana. Como podréis suponer, al final de la misma se gastó en cañas una pequeña fortuna.

También he tenido alumnos precoces: una alumna rusa trajo a una tutoría del trabajo fin de máster a su niño de 6 años, que se dedicó a pintar obras de arte con lápices de colores en un libro que trataba sobre el estado de cambios en el patrimonio neto. Eso sí, hubo otra más joven aún. En una sesión de exámenes en julio, una mamá se presentó con su niña de 6 meses. Sus padres estaban fuera, su marido trabajaba esa tarde y no tenía con quién dejarla. Así que, el vigilante del examen (un servidor) se pasó la hora y media mientras su madre se examinaba, acunando el cochecito de la criatura y diciéndole “ea ea” sin apenas mirar al aula. Todos conseguimos nuestro objetivo: la niña no se despertó, su madre aprobó y la asociación de usuarios de chuletas me mandó un mensaje de agradecimiento.

Conciliar no es fácil. No hace mucho tuve un alumno que venía a clase bostezando y con ojeras de vampiro, pero con una sonrisa de oreja a oreja: acababa de ser padre. También he tenido mamás que hacían malabares para poder asistir al curso. Pero, el paso del tiempo me ha llevado a dar clase no a padres, sino a hijos; hijos de amigos y conocidos. En una ocasión, un alumno argentino de apellido polaco, tras comentar que yo había conocido en Buenos Aires, donde trabajé cuatro años, a un compañero con su mismo apellido, al final de la clase me dijo: “Nacho, la persona de quien hablas es mi padre”.

Si los orígenes y las apariencias son diversos, de los apellidos podría hacer una guía. Con la venia de los responsables de la legislación sobre protección de datos y sin que nadie más se entere, os diré que, entre otros, he tenido un Piedelobo, un Ratero y un Gordito.

A veces, la carga de trabajo puede ser grande, y las entregas de ejercicios, convertirse en obsesión. Una alumna brasileña, al final de un primer semestre, ofreció su casa para celebrar las reuniones de grupo del trabajo fin de curso. Como quisiera que el enunciado de este mostraba una empresa hecha unos zorros, los alumnos se tomaron como casus belli salvarla de la quiebra. Así, las reuniones en su salón aumentaron en duración y frecuencia. Su marido, que era un bendito, daba las buenas noches y se retiraba a dormir sin que le hicieran ningún caso, pero una mañana, encontró una corbata en el sillón y le dijo a su mujer, esto es, mi estudiante: “Cari, yo creo que tendrías que replantearte esto del máster”.

La misma alumna me vino a agradecer un día la exigencia en mi asignatura. Obsesionada como estaba en entregar en tiempo y forma ese trabajo, y teniendo que cumplir además con su jornada laboral, decidió un día ir más pronto a la oficina para avanzar en sus tareas de grupo. Ello le salvó la vida. El 11 de marzo de 2004 cogió el tren de cercanías en Santa Eugenia una hora antes de lo habitual. No fui yo ese día ni héroe ni causa de lo que pasó, pero tengo que reconocer que me emocioné cuando lo supe.

Una de las curiosidades de esta profesión es que el tiempo pasa desigual para maestros y alumnos. Como me dijo una vez Roque de las Heras (fundador y presidente de honor del Grupo CEF.- UDIMA): “Nosotros vamos cumpliendo años, pero ellos siempre tienen la misma edad”. Así las cosas, a mí, ahora me ocurre lo que una alumna le dijo a mi hermano, que también es de este gremio: “Profe, usted está en una edad muy mala porque no es ni joven ni viejo”. El único consuelo es que tal situación se irá arreglando sin hacer nada. El día que me jubile, creo que echaré de menos el trayecto del metro los sábados a primera hora con su parada en Iglesia, mientras algún moderno vuelve de fiesta ajeno al concepto de fondo de maniobra.

Dar clase es un buen trabajo, si bien, como todo en la vida, también a veces resulta complicado. En estos días se hace cuesta arriba atender correos y llamadas de alumnos diciendo que no son capaces de concentrarse porque están enfermos o cuidando de enfermos, o que no pueden organizarse con los niños todo el día dando botes.

La clase más dura que di fue la primera tras la muerte de mi padre. La más bonita, quizá la última. Antes de empezar, me llamó una alumna diciéndome que se había contagiado y se encontraba mal, que intentaría aguantar lo que pudiera. Lo logró. Se quedó hasta el final.

Mis alumnos, y no es broma, son los más inteligentes, los más guapos y las mejores personas; y a todos, sin excepción, no consiento que nadie me los toque. Pero esta vez permitiréis que mi homenaje tenga como destinatarios en primer lugar a una parte de ellos: los que están sufriendo este virus que nos tiene el alma en vilo.

Este fuerte abrazo va por vosotros.

Saldréis adelante porque sois de los buenos; y de los buenos, los mejores.