Hace unos años, en un viaje de trabajo a Sevilla, me pasó algo sorprendente. Serían las 15:00 horas cuando llegué a la estación de Santa Justa y mi AVE de vuelta a Madrid no salía hasta las 15:45. Tenía tiempo suficiente para comer algo rápido y pensé en un bocadillo de jamón serrano y queso. Me acerqué a uno de los restaurantes de la estación y pedí una botella de agua y el susodicho bocadillo. El camarero me respondió que no podía ser, que no tenían en la carta bocadillos de jamón y queso. Le respondí que al tener bocadillos de jamón, tampoco sería tan complicado hacerlo. La pregunté si tenían queso, y me dijo que sí. Sorprendido, le pregunté cuál era el problema. El hombre me explicó que no tenía forma de cobrarlo (en la caja no había una tecla concreta que pusiera “bocadillo de jamón y queso”) y, por lo tanto, no podía servirlo.
Intenté hacerle entrar en razón. Primero le pedí un bocadillo de jamón y un par de lonchas de queso, pero me contestó que no, que no tenía forma de cobrarme las lonchas de queso (le insinué que me las regalara, pero no coló). Armado de paciencia le planteé la posibilidad de que me cobrara el bocadillo jamón y queso como si fuera un “pepito ternera” (algo más caro), pero me dijo que si hacía eso tendría problemas con el gerente y que no le cuadraría la caja con el stock de la cocina (parece ser que lo tenían todo medido loncha por loncha, y cumplían con las Normas ISO). Alucinado, le propuse que me pusiera un bocadillo de jamón y otro de queso, que ya me hacía yo el bocadillo de jamón y queso por mi cuenta (duplicando costes claro); pero tampoco pudo ser, ya que no tenían en carta el bocadillo de queso y por lo tanto no me lo podía cobrar.
Notablemente contrariado, le dije que o me ponía un bocadillo de jamón y queso o me iba a otro sitio a comer. En ese momento se acercaron otros camareros, e incluso el cocinero, para recomendarme el bocadillo de jamón a secas. Les dije que no, que quería un bocadillo de jamón y queso. Acto seguido se me acerca uno de los camareros y me dice que soy un cliente «molesto». Tienen narices que te etiqueten como cliente molesto por querer un bocadillo de jamón y queso. Evidentemente salí de allí, sin comprender muy bien lo que había pasado, directo al restaurante de al lado. Allí sí fueron capaces de hacer un bocadillo de jamón y queso.
Pero la cosa no acabó ahí. Unos meses después volví a Sevilla y claro no pude resistir la tentación de volver al restaurante y pedir de nuevo un bocadillo de jamón y queso, a ver si habían generado algún tipo de aprendizaje (algo relativamente sofisticado como por ejemplo poner en la caja una nueva tecla del tipo “extra de queso”). La realidad fue muy distinta, todo igual, ningún aprendizaje, ningún cambio.
Quizás desde entonces me he radicalizado, metafóricamente hablando creo que hay dos grandes tipos de organizaciones: las que son capaces de hacer bocadillos de jamón y queso y las que no.
¿Por qué muchas organizaciones son incapacidad de aprender de la experiencia ¿Por qué es tan difícil realizar cualquier cambio organizativo por mínimo que sea?
Estoy seguro que los camareros que me atendieron la primera vez jamás le comentaron al gerente del restaurante el incidente (posiblemente por miedo, quizás condicionados por castigos pasados). También estoy convencido que si hubiera estado presente el gerente del restaurante cualquiera de los dos días que pedí el dichoso bocadillo, se hubieran hecho las excepciones necesarias para servirme un bocadillo de jamón y queso. Al final, la falta de comunicación asociado al miedo puede hacer que una empresa sea incapaz de interiorizar nuevos aprendizajes, y que sea incapaz de adaptarse y salirse del guión preestablecido. Los camareros siguiendo las normas hicieron mal su trabajo, no fueron capaces de pensar, ni de resolver un problema de forma creativa ante un cliente. Lógico, muchas organizaciones no están preparadas para esto, viven en el “ritualismo burocrático”.
Para indagar el origen de este tipo de problemas hagamos un pequeño viaje en el tiempo hasta mediados del siglo XIX, y recordemos el pensamiento de Max Weber (el padre de las burocracias).
Para Weber las organizaciones son una forma de coordinar el trabajo de forma regular, a través del espacio y el tiempo. Para él era importante el control de la información, la presencia de reglas escritas, el archivo corporativo y, por supuesto, la jerarquía. Según Weber todas las organizaciones de gran tamaño tienden a ser burocracias porque es la forma organizativa más eficiente que ha concebido el ser humano, caracterizada por: una jerarquía clara de autoridad (las tareas se distribuyen como “deberes oficiales”), con reglas escritas que gobiernan la conducta de los trabajadores en todos los niveles (algo más flexibles en la parte alta de la pirámide organizativa), con personas contratadas a tiempo completo (cada puesto tiene asignado un sueldo fijo y definido, y las promociones se producen por capacidad, antigüedad o una combinación de ambas), en las que se separa claramente trabajo y ocio; y en las que ningún miembro de la organización es propietario de los recursos materiales con los que trabaja.
A pesar de vendernos las maravillas de las burocracias, Weber reconocía abiertamente que podían ser ineficaces y que en ellas la mayor parte de los trabajos eran aburridos y ofrecían pocas oportunidades para ejercitar la inteligencia y la creatividad. Ese era el precio a pagar por la eficiencia. Pero un contemporáneo de Weber, llamado Robert Merton, se puso a pensar un rato e identificó algunos de los potenciales problemas de las burocracias (a los que denominó “disfunciones de las burocracias”). Merton afirmaba que a los burócratas se les forma para que sigan de forma estricta reglas y procedimientos (a poder ser escritos) y no se les anima en ningún caso a ser flexibles, ni a pensar a la hora de tomar decisiones o buscar soluciones creativas. Esa rigidez mental puede producir lo que Merton denominaba “ritualismo burocrático”, es decir, que se respeten las normas a toda costa, incluso cuando pudiera ser mejor para la organización optar por otra vía. Seguir las reglas burocráticas puede llegar a ser, para muchos, más importante que los propios objetivos de la organización.
Merton se adelanto más de un siglo al problema del bocadillo de jamón y queso.
¡Muerte al ritualismo burocrático!