El desarrollo económico ha venido asociado durante muchos años al enfoque «taylorista» o «fordista», planteamientos que se rompieron después de la crisis de los años setenta. Tales enfoques giraban alrededor de la fabricación en serie, en cadena, buscando economías de escala, optimización, etc., eso sí, en ambientes de mano de obra poco cualificada y abundante, incluso con realidades de demanda estable, homogéneos y en expansión, contando con un cliente poco exigente.
Así, la oferta se verá superada por la demanda, lo que se rompe en los setenta, apareciendo excedentes de producción, sobrecapacidad productiva, etc., generándose costes, ineficiencias y variabilidad en el comportamiento de las ventas. Este importante cambio hizo que surgiera una filosofía competitiva nueva, originada principalmente en los países asiáticos, en concreto en Japón.
Este nuevo esquema de competencia pretende un fenómeno de aumento de la calidad y de reducción de los costes, vía de competitividad para el contexto de mercado. Tradicionalmente, se ha venido concentrando el discurso competitivo en el control de los costes unitarios, al margen de los niveles de calidad, sobre todo por su foco en el producto y no en el cliente, por tanto, ocasionando un crecimiento de los costes indirectos relativos a labores de inspección, mantenimiento, supervisión, reparación, etc., llevando a un mayor nivel de costes totales.
La filosofía de calidad se enfrenta a un reto de identificación de posibles fuentes de incidencia y por supuesto de prevención más que de inspección, reduciendo los costes de la «no calidad». Es más, también se incluye un planteamiento de producción concentrado en lo que se demanda, puntualmente, sin incidencias ni excedentes.
Todo ello es factible gracias a los esquemas flexibles de producción, es decir, sistemas que permiten cambiar el tipo de producto en el plan maestro sin derivar en un impacto elevado en los costes ya sean por cambio de secuencia o de programación, algo impensable en las estructuras productivas del pasado. De esta forma, la flexibilidad facilita la reducción de costes totales, directos e indirectos, proporcionando mayores niveles de calidad y productividad al proceso. Tal flexibilidad se puede entender desde cuatro ópticas, a saber:
- Flexibilidad del producto. Partiendo de un volumen fijo de producción una empresa es más flexible si produce una mayor variedad de productos.
- Flexibilidad del volumen. Si se logran variaciones en el nivel de producción, aumentando o disminuyendo la velocidad de la línea de producción, la empresa es más flexible.
- Flexibilidad de las líneas o procesos de producción. En la medida en que se logre una división del trabajo que maximice la producción, consecuencia de una buena disponibilidad de trabajadores y de máquinas, la empresa es más flexible.
- Flexibilidad mixta. Si se quiere fabricar nuevos productos y se observa que añadiendo tecnología a una línea de producción existente se consigue reducir el tiempo de fabricación y se aumenta el número de nuevos productos, la empresa es más flexible.
Los nuevos esquemas de producción se caracterizan por su naturaleza flexible, mimetizándose con los requerimientos competitivos actuales (véase figura 12).
Figura 12. Comparación entre la fábrica tradicional y la moderna
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Fábrica tradicional
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Fábrica moderna
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Fuente: Bañegil (1993)
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Estos sistemas flexibles de fabricación (FMS: Flexible Manufacturing System) son estructuras automáticas de producción basadas en tecnologías de la información de forma exhaustiva, partiendo de tres componentes:
- La utilización de máquinas polivalentes en los procesos de producción.
- Lograr mejorar sensiblemente la productividad y la calidad gracias a la automatización y a la integración completa de las actividades básicas de la cadena de valor de la empresa.
- Llevar a cabo una coordinación global de todas estas operaciones automatizadas a través de un sistema informático integrado.
La aparición en los ochenta de las denominadas máquinas-herramienta, la ingeniería avanzada en automatización y el desarrollo de aplicaciones para la gestión de operaciones ha favorecido su implantación en un gran número de empresas independientemente de su tamaño.
Un impacto directo y obvio se ha concentrado en la gestión de inventarios, lo que supone la aparición de la filosofía JIT, desarrollada por la industria japonesa, especialmente en el caso de Toyota. El just in time representa un esquema de trabajo donde el principal objetivo para ser competitivo es que se compre o se produzca el número de unidades que se necesite en el momento en el que hay que satisfacer la demanda del material o del producto.
El JIT busca evitar mermas, despilfarros, costes indirectos que claramente son instancias innecesarias sin valor, por lo que se complementa con el mencionado sistema ABC. En definitiva, sería la culminación del «cero stocks, cero pérdidas de tiempo y cero defectos» en los distintos tipos de procesos productivos.
El sistema JIT se ciñe a un esquema pull (de arrastre) creado por Taiichi Ohno, cuya herramienta destinada a la gestión de órdenes de producción se denomina tarjeta kan-ban, desde delante hacia atrás en el argumento de la cadena de valor, del cliente al proveedor, facilitando una organización y control de la fabricación desde la demanda (qué materiales y cuándo) minimizando todo tipo de ineficiencia operativa o de almacenamiento. Por tanto, el enfoque voltea el tradicional método push (de empuje), el cual actuaba a partir de la disposición de materias primas (ejemplos de ello serían el EOQ y el MRP).
En un primer momento, la tarjeta kan-ban era una ficha simple que integraba la información requerida por cada eslabón productivo, facilitando la organización de las actividades. No obstante, actualmente las tarjetas kan-ban poseen una alta sofisticación integrando aplicaciones de intercambio de datos.