El trabajo se nos acumula. Las exigencias del día a día cada vez se hacen más abundantes y pesadas. Detrás de cada una de ellas aparecen otras nuevas, sin que se alcance a ver el final. Pensemos en lo que conlleva ejercer una profesión, formar una familia y velar por su bien, desempeñar funciones públicas, cumplir el deber de cada instante… Con frecuencia, se hacen también presentes grandes tensiones, dificultades y resistencias. Todo ello, exige de las personas muchos recursos materiales y energías que hay que poner en juego (R.Guardini). Para salir adelante hace falta un esfuerzo siempre renovado, prudencia, atenta vigilancia y búsqueda del equilibrio de la vida profesional, personal y familiar.

Como reflexiona el filósofo Ricardo Yepes, el hombre y la mujer son seres temporales y pueden trascender verdaderamente al tiempo. Lo temporal y lo intemporal conviven juntos en cada uno de nosotros. No se oponen, sino que se complementan. Por eso, las actividades como amar, crear ciencia, arte, cultura, tienden a permanecer por encima del tiempo, y hacerse duraderas.

Además, la manera más humana de superar el tiempo y no dejarse dominar por él, es la capacidad que tenemos de ver nuestra vida por adelantado, anticipándonos al futuro, con la proposición de metas que ordenan nuestras libres decisiones en relación con los fines que hemos escogido. Por todo esto, el hombre y la mujer son seres futurizos, abiertos hacia adelante, capaces de proyectarse y vivir la propia vida según el proyecto que cada uno de nosotros planea para sí, en busca de la felicidad. Por ello, el futuro es el lugar hacia el que nos dirigimos con la esperanza de crecer, de ser felices.

Nuestra vida humana se compone, no de instantes aislados, sino de momentos sucesivos que están articulados entre sí en una duración que fluye de modo permanente. La temporalidad humana se desarrolla según un ritmo cíclico, que destina un momento a cada cosa y repite una serie de alternancias: el día y la noche, el sueño y la vigilia, el descanso y el trabajo. Hay una armonía entre el discurrir del tiempo cósmico y el de los seres vivos; sus ritmos son sincrónicos. Nuestro organismo y nosotros mismos hemos de estar en armonía: no podemos actuar al margen de él, sino someternos a sus ritmos, a sus exigencias, y gobernar sus inclinaciones: por la noche nos entra sueño y nos vamos a dormir; muchos días seguidos nublados nos deprimen; nos afectan los cambios de presión; las digestiones inducen al reposo; el sol, el mar y el aire puro tonifican la piel, los pulmones y favorecen la salud, etc. El cuerpo tiene su ritmo, y dependemos de él; a su vez, él depende del cosmos. La vida humana tiene un orden crónico (de “cronos”, tiempo). En España, la hora oficial no coincide con la solar, provocando un trastorno en nuestro horario y costumbres cotidianas. La vuelta al huso horario del meridiano de Greenwich, en vigor en España antes de 1940, supondría un avance para corregir dicho desequilibrio.

Además, nuestro modo ordinario de vivir el tiempo se ha alejado de esta dependencia “cósmica”, sometiéndolo a un duro e intensivo tratamiento tecnológico, que ha separado y extrañado al hombre del mundo natural. Como el ser humano no es dueño del transcurrir del tiempo, siempre tratamos de ganar tiempo (L.Polo), de tener más. La forma moderna de conseguirlo es la velocidad, que consiste en la reducción del tiempo natural de los procesos. La velocidad se considera así una ganancia de tiempo, siendo uno de los placeres inventados por el hombre moderno (los animales nunca tienen prisa), generando una patología llamada prisa (una de las enfermedades de nuestra época). Su peligro es, precisamente, que altera los ritmos naturales, como nos sucede cuando por ejemplo cruzamos el Atlántico en avión.

La velocidad es productividad, competitividad, beneficio y rentabilidad: el tratamiento económico y tecnológico de todas las realidades humanas y culturales que caracterizan nuestra época han convertido al tiempo en un factor decisivo de la producción y en un bien de consumo más.

Como factor de producción, el tiempo se planifica para organizar las distintas fases del trabajo, los desplazamientos, la atención de clientes y proveedores, etc. Un axioma en el mundo actual, es que el tiempo es un bien escaso: hay que disminuir todo lo posible el gasto que se hace de él, de modo que se consigan hacer más cosas en menos tiempo. La competitividad, más incluso que vencer al adversario en la lucha económica, consiste en llegar antes, ganando una batalla contra el tiempo para anticiparse a los demás.

La actividad económica del mercado busca hacer más cosas y mejores, en menos tiempo. Esto significa acelerar el ritmo. Es un hábito y un estilo que se mantiene incluso cuando deja de ser necesario. La vivencia de la velocidad como placer y el consiguiente hacer más cosas en menos tiempo, se da en el ámbito del ocio, de lo lúdico y deportivo: es asombroso el desarrollo que ha tenido la afición por el récord. Vivimos la competición deportiva no sólo como vencer al otro equipo, sino, más aún, como una lucha de nosotros contra el tiempo: hacer recorridos más deprisa, superándonos a nosotros mismos, etc.

La vivencia de la velocidad como dolor pertenece al ámbito del trabajo: la actividad febril, las agendas apretadas, la acumulación de gestiones, el cumplimiento de los plazos y los requisitos legales, las reuniones inacabables, las horas extras, la tensión de no llegar tarde, etc., son ya formas normales de trabajar, en las que se busca una mejora de la productividad, y sobre todo ser competitivo para poder así sobrevivir y no perder el propio puesto de trabajo en una sociedad como la española con unos índices de paro desorbitados. Lo que sucede es que ese modo de trabajar, y consecuentemente de vivir (desplazamientos, horarios, modos de comer y relacionarse con los demás, etc.) es sencillamente agotador, porque está basado en la prisa y en la rapidez obligatoria (D. Innenarity). Tratamos de hacer curriculum, es decir, demostrar lo mucho que hemos hecho en poco tiempo, y en consecuencia lo mucho que valemos. De esta manera, a la gente no le juzgamos por lo que son ni por lo que saben, sino por lo que han sido capaz de hacer y por el dinero que tienen.

Es obvio que en esta cultura de la productividad instrumentaliza al hombre y a la mujer contemporáneos, porque no les miden a ellos mismos, sino sólo a sus realizaciones. Pero además, la vivencia de la velocidad como placer y dolor tiene una consecuencia patológica fundamental: la alteración, espontánea o provocada, controlable o incontrolable, de los biorritmos naturales del cuerpo y de la psique. Esa alteración y desarmonía tiene dos manifestaciones principales, novedosas y antitéticas: el doping, es decir, el aumento artificial de la capacidad de rendimiento físico, mental y psicológico, que se consigue mediante los estimulantes; y el stress, el agotamiento nervioso, con todas sus secuelas, que son muchas y variadas, y que se combate con los calmantes (ansiolíticos, somníferos, antidepresivos, etc.)

Esta forma de vivir el tiempo conlleva la primacía práctica y vivencial de lo inmediato, sea para reír o llorar: la prisa impide la contemplación de la belleza, puesto que toda ella está volcada a la utilidad y al ansia de los buenos resultados en el trabajo y en el ocio.

Frente a todo ello, hoy se postula y se practica otra forma de vivir el tiempo; la que, por otra parte, siempre se ha practicado: vivir las cosas a su ritmo natural, ponerse en armonía con la naturaleza y con nuestro propio cuerpo y llegar así a ser nosotros mismos. Esta vía alternativa se puede resumir en tres puntos:

El primero consiste en ser dueños del tiempo y de las situaciones, aboliendo la prisa, viviendo con serenidad, sin sobresaltos, no haciéndose esclavos de los horarios, ni de los resultados, ni de la planificación rígida (J.Leclerq).

El segundo, que es una consecuencia de lo anterior, es el incremento de la experiencia, trayendo consigo un acompasar el ritmo de la acción a la capacidad de atención y de asimilación de los resultados: las cosas que hacemos suponen entonces un enriquecimiento de la persona y de su experiencia real y propia. Nos reconocemos a nosotros mismos en lo que hacemos; no nos impone la moda, la improvisación o la pantalla; afirmamos nuestra personalidad.

En tercer lugar, la práctica de la contemplación, en la cual nos dirigimos al mundo, a la realidad y a la gente de un modo benevolente (R. Yepes).

La conciliación de la vida profesional, personal y familiar es una tarea que estará presente durante toda nuestra vida y no siempre será sencilla. En la medida en que descubramos el sentido de nuestra vida, identificando nuestra misión, el camino que hemos de recorrer y la meta a alcanzar, podremos priorizar e integrar los distintos roles que tenemos que ejercer disfrutando del tiempo de nuestra vida.