El siglo XX, especialmente tras la Segunda Guerra Mundial, fue la época de la consagración de las grandes políticas económicas de demanda. El predominio de las ideas keynesianas fortaleció el papel de la política fiscal, fundamentalmente la de tipo expansivo, asociada más al aumento del gasto que a la reducción de impuestos, reactivadora de la producción y del empleo. La irrupción del monetarismo de Friedman a partir de su famoso artículo del año 68 The role of Monetary Policy, trajo consigo una verdadera revolución, menos mediática y follonera que la del mayo francés, quizás igual de importante o más. La política monetaria resurgió, especialmente eficaz en su vertiente contractiva, como herramienta para aplacar las tensiones inflacionistas.

Dicha política monetaria, como instrumento al servicio de los intereses económicos de un único país, quedó desactivada el 1 de enero de 1999 para los 17 miembros de la Eurozona. Lógicamente, su hermana pequeña, la política cambiaria, corrió la misma suerte.

Parecía, no obstante, que con la política fiscal quedaría preservada una parte lo suficientemente importante de la soberanía de los estados europeos en lo relativo a su propia gestión económica. En todo caso, no pocos economistas auspiciaban una inevitable tendencia hacia la armonización presupuestaria, una especie de Unión Económica Monetaria y Fiscal, basada en el rigor presupuestario, opción que poco a poco se va consolidando.

En estos meses, muy especialmente en Grecia, Irlanda, Portugal y España, pero también en el resto de miembros de la Eurozona, parece que los auspicios han tomado forma: tener una moneda común no implica únicamente tener una política monetaria común. También coarta, y mucho, el uso de la política fiscal. Así, en Europa, las dos grandes políticas de demanda, en virtud del nuevo marco económico que hemos acordado respetar, no tienen el mismo sentido que tenían hace 12 años o que puedan tener para un norteamericano o un japonés.

Por eso resulta tan importante que nuestros políticos económicos vuelvan sus ojos hacia la otra hoja de las tijeras marshallianas: el complejo y controvertido lado de la oferta. En estos días se ha aprobado una reforma del mercado de trabajo que reduce los costes laborales para las empresas. A medio plazo, y siempre según la Macroeconomía más ortodoxa, esto traerá más competitividad y más empleo. Otra forma de actuar sobre la oferta en el mismo sentido es la búsqueda de una limitación mayor de la posición de privilegio monopolista por parte de las empresas en el mercado de bienes, camino que se lleva recorriendo en España desde hace ya algunos años.

Una vez que nuestro problema en el corto plazo se solucione (es decir, la falta de crédito, penalizada por el efecto expulsión o crowding-out provocado por la financiación de la deuda pública y por la cobertura de los activos inmobiliarios), la economía española aún tendrá un largo y duro camino por delante en el medio plazo. Con Merkel vigilando y un banco central al que no controlamos, dicho camino no puede pasar más que por reformas que nos ayuden por el lado de la oferta. Recorreremos este camino en los próximos años hasta que Keynes resucite (si es que puede)