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Terapia DBT: llevar al paciente de la ideación suicida a la plenitud emocional

La técnica se puso en marcha allá por los años ochenta. La doctora estadounidense Marsha Linehan empezó a trabajar con pacientes con ideación suicida crónica. Un perfil que coincidía en muchos casos con los criterios de los trastornos límites de la personalidad, y que tenía un eje común: el descontrol emocional. Cuarenta años después el enfoque sigue muy vigente, y la UDIMA ha ofrecido una clase práctica para explicar cómo funciona la Terapia Dialéctica Conductual (DBT por sus siglas en inglés). ¿Cómo? A través de un caso real.

Para ello, la coordinadora del Máster Universitario en Psicología General Sanitaria de la UDIMA, María Rueda, ha acompañado a las psicólogas y cofundadoras de DBT Madrid, Manon Moreno y Carla Palafox. A través de un caso real de la terapeuta Moreno, ambas han explicado cómo esta técnica trata de buscar un equilibrio entre: validar la situación del paciente, que se acepte como persona y establezca cambios y metas a lograr.

Una visión dialéctica con cuatro fases jerarquizadas: primero reducir los intentos e ideas suicidas; después ayudar a gestionar las emociones en momentos de tensión; explorar el entorno social para lograr borrar esas conductas que «atentan contra la vida» del paciente. Todo para que pueda así aumentar sus «sentimientos de plenitud». Esas son las fases. ¿Cómo aplicamos la DBT a una chica de 19 años con intentos suicidas previos?

El ‘contrato’ DBT

Como ya decían las psicólogas, la teoría es una cosa, pero las fases en la realidad «se solapan» e «intercalan». Son importantes para no perder el foco: ante todo mantener con vida al paciente. Sobre todo en casos más graves donde este atraviesa situaciones de tensión con frecuencia, desencadenando esas crisis, provocadas por su incapacidad para regular sus emociones. El paciente debe percibir que se le acepta, se entiende su situación, pero también que debe haber cambios, aunque sea poco a poco, lo antes posible. Es decir, debe haber un «compromiso».

El terapeuta deberá validar su forma de pensar y de actuar: entender cómo actúa (que no compartirlo) y después plantear el llamado ‘contrato terapéutico DBT’. Un pacto anti-suicidio que debe ser firmado por el paciente para demostrar su verdadera implicación. «No se puede obligar a hacer terapia», asevera Manon. Y si se inicia el proceso tiene que quedar claro que «esto es un compromiso de dos».

Después de identificar los comportamientos que atentan contra la vida, se pasa a elaborar un plan de crisis para enseñar habilidades alternativas para manejar situaciones intensas o problemáticas. Dependiendo de la gravedad del caso (intención inminente de suicidio) se puede comenzar analizando directamente la última ideación suicida que no terminó en intento de quitarse la vida. Así se intenta «ir rascando» las habilidades que ya tiene el paciente para controlar el comportamiento autolítico.

Son habilidades desligadas de la propia terapia DBT (están pensadas para ponerse en práctica en los momentos de crisis) y que se complementan, como último recurso, con la atención o coaching telefónico con el terapeuta. Respiración, distracción puntual con juegos, paseos, etc. A través de una escala de tensión, el paciente irá anotando en una tarjeta diaria cómo ha experimentado esas ideas suicidas y qué ha ocurrido justo antes para identificar las situaciones disparadoras de la crisis emocional, explican las psicólogas.

«Escuchar antes de sugerir»

¿El contrato siempre funciona? ¿Qué hacemos si el paciente lo viola (es decir, hay intento suicida)? Evidentemente el proceso no es lineal y puede haber retrocesos: todo depende de la situación, pero en una persona con una conducta disfuncional tendente al suicidio, son situaciones «que se van a dar», insiste Manon. Por ello el plan de crisis es un documento cambiante según las necesidades del paciente, y por ello conviene también erradicar ciertos mitos entorno al comportamiento suicida.

Lo primero es «escuchar antes de sugerir». Preguntar abiertamente ‘‘¿qué te ayudaría en un momento de crisis?’ para intentar establecer una serie de puntos a seguir (a quién contactar, cómo reaccionar, qué usar y qué no) antes de ponerse en la última ficha y contactar con el terapeuta, «siempre antes» de cometer la autolesión.

De poco sirve plantear que el paciente dice que se quiere matar «para manipularme», explican las psicólogas. Creer que quien se quiere suicidar de verdad se lo calla es uno de los mitos más extendidos. “Los intentos de suicidio son, en la mayoría de los casos, ensayos para resolver problemas; pero desde la desregulación emocional”, apunta Manon. El l paciente ha aprehendido, por diversos factores, que es una opción.

Terapia DBT plan crisis

Pero incluso aunque así sea, y el paciente expresa su ideación suicida para reclamar algo, ¿de qué me sirve desconfiar de él? ¿En qué ayuda para lograr un tratamiento eficaz?. «Cada intento se debe tratar con la seriedad que merece; quizás sea la manera que tiene el paciente de pedir ayuda», desgrana la psicóloga.

También es clave para esa validación inicial entender que las ideas suicidas son, de alguna manera, normales para alguien que atraviesa una desregulación emocional en momentos de tensión muy grandes. Y, por tanto, hablar de ello es lo que ayuda a aceptarlo como algo que existe y que queremos abandonar. No incita a hacerlo, como se piensa, sino que, de hecho, «reduce la ansiedad sobre el tema». Debe haber confianza y un pacto serio.

Porque «si después de una sesión dura aquí yo no sé si te vas a suicidar, ¿cómo crees que me voy a sentir como terapeuta?», aclaran. Ambas recomiendan también compartir con el equipo clínico de consulta los posibles errores durante la terapia. «Nos ha pasado a todos y es importante que no lo tapemos, porque esas experiencias son las que nos van a hacer ser mejores terapeutas», defiende Palafox.

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El proceso de duelo: superación o aceptación

La muerte de un hijo puede recibir distintos términos dependiendo de la etapa en la que suceda. La muerte gestacional. por ejemplo, es aquella que se produce cuando el feto cuenta con más de 22 semanas en el vientre de su madre. Si el bebé alcanza las 28 semanas de gestación o nace y supera la primera semana de vida entonces hablamos de muerte perinatal. Son algunas de las pérdidas que conllevan un proceso de duelo más duro.

Este tipo de muertes está relacionada con causas multifactoriales y puede deberse a distintos factores tanto genéticos como medioambientales. También existen los llamados factores de riesgo, que pueden afectar a la madre, al feto o a la placenta.

Si extendemos dicha situación traumática a cualquier edad, la muerte de un hijo o hija representa una de las mayores y dolorosas pérdidas que una familia puede atravesar en su proceso vital. Tanto, que no existe una palabra aceptada que denomine a los padres que han perdido un hijo/a. Recientemente algunas asociaciones, como la Federación Española de Padres de Niños con Cáncer, han solicitado a la RAE que se acepte la palabra huérfilo con el objetivo de dar visibilidad emocional a una situación dolorosa y difícil de asimilar para los padres.

Nuestra naturaleza biológica no parece dotarnos de habilidades para prepararse ante la muerte de un hijo. Se supone que los padres, en circunstancias normales, no van a vivir durante más tiempo que sus hijos. Pero al dolor ante la muerte de un hijo hay que ponerle nombre y hay que escucharlo; poner nombre a las situaciones dolorosas ayuda a transitar por ellas, el dolor no deja de existir ni disminuye porque uno lo evite.

Duelo: transitar ‘el vacío’

Cada menor fallecido, independientemente de la edad del niño, es una experiencia de inmenso dolor y cada pérdida es importante y única. Todas ellas merecen un espacio de escucha, de comprensión y acompañamiento. El acompañamiento, con respeto y amor, es una de las mayores herramientas con las que cuenta el ser humano para ayudar al otro en su dolor. No hay grandes palabras de consuelo ante la muerte de un ser tan querido como un hijo, solo hace falta ESTAR.

Respecto al abordaje psicológico de la pérdida, para elaborar o transitar el duelo es necesario “sentir la pérdida”, aunque cada persona lo expresará a su manera: llorar, gritar, luchar o decidir continuar el legado de su hijo/a son ejemplos de ello. Cualquier expresión puede ser válida si ayuda a sanar el dolor por la pérdida de su hijo/a.

En concreto, el proceso de duelo tras la muerte de un hijo puede suponer una reacción más intensa y larga en el tiempo; tanto es así, que algunas personas pueden experimentar la vivencia de falta o incapacidad de superación de la pérdida de su hijo. Es entonces cuando cobra sentido el significado de la aceptación o, en otras palabras, aprender a convivir con los sentimientos de vacío, dolor y tristeza o desesperanza. Existen algunos procesos o tareas que pueden ayudar a afrontar el luto:

– Experimentar el dolor del duelo alivia y canaliza los sentimientos asociados a la pérdida.

– Intentar adaptarse a vivir sin la presencia del hijo fallecido manteniendo activos los recuerdos con él o ella.

– Explorar nuevas formas de sentirse conectados al hijo/a que ha fallecido.

– Aceptar la realidad de la pérdida.

– Compartir el dolor con otras personas que han vivido una experiencia similar puede suponer un consuelo y una forma de “sentirse comprendidos y acompañados”.

– “Perdonarse” por los actos que generan sentimientos de culpa cuando se evocan determinados recuerdos de la relación con el hijo que se ha perdido.

En definitiva, cualquier afrontamiento que permita el abordaje del sufrimiento de la persona puede ser una buena forma de aceptar, aunque aceptar no nos lleve al difícil camino de la superación. Quisiera acabar con una pequeña reflexión sobre el significado de la pérdida de un ser querido y su lugar en nuestra existencia: la vida, al igual que una rosa, no deja de ser hermosa porque tenga espinas…

 

José Luis Marín trauma psíquico

El trauma psíquico y «la silla de Marañón»

«Voy a comenzar con una provocación: el 100% de mis pacientes en la consulta psiquiátrica en psicoterapia presentan una experiencia traumática, directamente relacionada con su sintomatología». La frase, que luego matizó a «la mayoría», es del psiquiatra y pscoterapeuta José Luis Marín. Fundador y presidente de honor de la Sociedad Española de Medicina Psicosomática y Psicoterapia, el doctor Marín impartía hace pocas semanas una didáctica ponencia sobre la realidad clínica del trauma psíquico en la UDIMA. Una sesión en la que puso de manifiesto cómo tratar la experiencia traumática para mejorar la terapia: preguntando ‘¿qué has vivido?’.

Marín fue muy claro: da igual la naturaleza del trastorno (trastorno alimentario, trastorno de la personalidad, ansiedad, úlcera de estómago, dermatitis, psoriasis…). En la mayoría de los casos está relacionado «con una vivencia del sistema nervioso central», probablemente en los «primeros momentos de la vida”. Periodo en que ese cerebro está en plena construcción y en el que, por tanto, aún no se tienen los recursos necesarios para afrontar una situación que, de por sí, «supera emocionalmente».

Más allá de explicar el trauma en sí y cómo la evolución de la psicoterapia ha permitido ver la forma en que este afecta al ser humano, el doctor trató de ilustrar la importancia de trabajar en la terapia desde una nueva perspectiva. Preguntando no desde el ‘qué te pasa’, sino desde el ‘qué te ha pasado’. Porque, como dijo: «La mayoría de pacientes, en cualquier ámbito y cualquier motivo de consulta, son capaces de referir, si se les da la oportunidad, una experiencia traumática de gran contenido emocional.»

Incluso en la depresión, que «no todo lo es» para él, por mucho que ahora «a casi todo» se le llame depresión. La fibromialgia no es más que cuando el cuerpo manifiesta «el dolor del alma, de la vida (el abandono o la agresión)», expresaba Marín. Las nuevas técnicas de exploración neurobiológica y clínica muestran cómo estas experiencias traumáticas afectan al funcionamiento cerebral; y se manifiestan como síntomas «psíquicos, corporales o relacionales». Ahora bien, ¿cómo se tratan en la clínica?

Tratar «biografías»

En los años 80 del siglo pasado se decía que la depresión era la ausencia de dopamina. Afortunadamente eso quedó como trabajo «de marketing», señalaba el psiquiatra. «Ni la depresión, ni la esquizofrenia o la fibromialgia están en tu cuerpo, sino en tu vida». Y ¿dónde empieza esa vida? Pues en el momento en que se conocen los padres, y en esos primeros años de configuración del «apego seguro». Las experiencias traumáticas impiden esa construcción que se basa en el «vínculo».

La realidad es que el enfoque en clínica no ha cambiado mucho respecto al trauma. Se ha puesto de manifiesto que la sociedad occidental vive a base de psicofármacos, pero estos «no curan los trastornos mentales; eso es falso, ya está». Como alternativa a esa «medicalización de la vida» que promueve la industria farmacéutica, con personas que viven en «estados mentales alterados», Marín defendió reenfocar la psicoterapia.

No tratar síntomas, sino «biografías». Porque en su experiencia, al final, el motivo de consulta nunca es ‘el problema’ (en psicoterapia), aunque sí ‘un problema’ o uno de ellos, arguyó. El fondo del asunto tiene que ver, «en la inmensa mayoría de casos, con una dificultad en la regulación de las emociones. Algo que se aprende en esos primeros años de vida y con el vínculo de apego», insistía. Los psicofármacos tapan los síntomas, que aunque se subsanen, terminan generando otros nuevos, dando lugar a pacientes que «emigran» de un servicio hospitalario/psicoterapéutico a otro.

Romper el silencio

Ahora sabemos que una experiencia traumática como un abuso sexual puede mantenerse estable durante mucho tiempo, manifestándose «20, 30 o 40 años después», abundaba Marín. Pero el dolor no lo produce sólo el abusador, sino el no poder contarlo. Ese, indicó, es un daño «difícilmente recuperable», pues no se puede integrar en la vida y dejarlo cicatrizar. Por eso instó a los terapeutas a combatir el silencio. «Podemos evitarlo», pero para eso es necesario preguntar en la clínica.


«Hace 20 años decían que sólo veíamos traumas», pero el Abuso Sexual en la Infancia (ASI) tiene una frecuencia entre la población general del 20% (20-25 en niñas y 18-20), nada que ver con el 10-15 registrado como prevalencia hospitalaria. ¿Por qué? «Es que sólo se pregunta a ese porcentaje». Este tip de abuso sexual es una «pandemia silenciada», criticaba Marín, «sobre la que se sigue sin actuar». En muchos casos la primera vez que se les pregunta, y que lo cuentan, es en la terapia; tras 30 años. «Una de cada cuatro mujeres la ha sufrido en España».

En lugar de acarrear con el tremendo coste de recursos y de sufrimiento de la población, Marín defiende una terapia más breve pero enfocada, que pregunte al paciente, «porque quiere contarlo». Aunque le cueste y llegue incluso a no poder expresarlo con palabras (alexitimia). Pensar que no quiere hablar de ello es «una racionalización». Preguntar desde la empatía, sosteniendo el dolor del otro «siempre es terapéutico», subrayó.

Tanto en el ASI como en otros «más interesantes» porque «no tienen voz» (como el TRT o Trastorno Relacional Temprano de padres emocionalmente ausentes), la clave es conseguir que se hable: que el paciente piense, diga y sueñe el trauma para integrarlo. «Decirle ‘pasa página’ es como mínimo un insulto», aseguraba. Se trata de buscar esa clave de humanizar, de ver a la otra persona, escucharla y mirarla. «Hemos perdido la silla de Gregorio Marañón». «Mirar al trauma a la cara es la única forma de vencerlo».

expresión facial lenguaje emocional

La relación entre emoción y expresión facial: ¿qué nos dice la investigación?

En mi anterior entrada en este blog traje una teoría nacida de la psicología académica, la teoría de las emociones básicas, que plantea una aproximación a la función comunicativa del comportamiento no verbal. Desde esta teoría se propone la existencia de un vínculo estrecho entre experimentar una emoción y la exhibición de patrones de comportamiento no verbal específicos o «expresiones faciales». Si bien esta idea es popular e intuitiva, una aproximación científica al comportamiento humano requiere recoger evidencias que sirvan de apoyo -o de falsación- a las teorías.

Durante las últimas décadas se han ido realizando estudios que aportan información sobre el grado en el que experimentar una emoción viene acompañado de las expresiones faciales predichas por la teoría de las emociones básicas. La progresiva acumulación de evidencias aportadas por estos estudios ha abierto la puerta a hacer síntesis con las que llegar a una conclusión más sólida de la que podría aportar un único estudio.

Técnicamente, esto es posible gracias al desarrollo de la metodología del metaanálisis, propuesta originalmente desde la psicología, pero muy popular en otros ámbitos como el de la medicina. Con frecuencia recurre a esta herramienta para valorar, por ejemplo, el impacto del consumo de un determinado tipo de alimentos en el riesgo de desarrollar cáncer o patologías cardiovasculares.

¿’Leemos’ correctamente la expresión facial?

Una investigación recientemente publicada ha aplicado esta metodología para estimar el grado en el que podemos confiar en que las expresiones faciales acompañan a determinadas emociones atendiendo a la evidencia recogida en estudios científicos. En ella se encontró que al elicitar o promover una emoción básica, únicamente se puede esperar que aparezca la expresión facial correspondiente entre un 9% y un 23% de los casos.

O, lo que es equivalente, que si confiamos sólo en la expresión facial de una persona para “leer” la emoción que está experimentando fallaríamos en un porcentaje de casos entre un 77% y un 91%. Si en vez de fijarnos en la expresión facial completa atendemos a la acción de músculos faciales específicos “el porcentaje de aciertos” esperado aumentaría a un 29%.

Estos resultados implican que la noción intuitiva de que las emociones “se expresan a partir del rostro” no se ve apoyada por la evidencia científica de la que disponemos actualmente. Del mismo modo, invitan tomar con cautela propuestas como las de programas con los que conocer las emociones que oculta un individuo a través del análisis de su comportamiento facial.

Sin embargo, esto no quiere decir que el comportamiento no verbal no tenga ningún valor informativo. Probablemente el rostro sea una herramienta que el ser humano utiliza de forma natural para comunicarse, pero los resultados de las investigaciones realizadas hasta el momento invitan a considerar la posibilidad de que las expresiones no constituyan un “lenguaje emocional”.

De acuerdo con esta idea, la información que se transmite de forma no verbal podría no ser exclusivamente de naturaleza emocional; del mismo modo, las expresiones podrían no funcionar como las palabras del lenguaje escrito convencional, en el sentido de que no contarían con referentes independientes del contexto en el que se usan. Esta noción alternativa ofrece una mayor flexibilidad a los investigadores, ayudándoles a plantear nuevas teorías sobre el papel que cumple el rostro en un fenómeno tan complejo y fascinante como es el de la comunicación humana.

¿A partir de qué edad se puede…?

La psicología es una ciencia con carácter aplicado que pretende que los resultados de sus investigaciones tengan utilidad para ayudar a dar respuesta y tomar decisiones en relación a temas de relevancia en nuestra vida diaria. Tanto desde el punto de vista individual como social. En los últimos meses, por ejemplo, hemos visto en la prensa debates abiertos sobre la edad, que requerían del conocimiento construido por los psicólogos evolutivos para argumentar las posturas.

¿Es recomendable bajar la edad para votar a los 16 años? ¿Puede una chica de 16 años decidir si quiere abortar o no de manera autónoma? ¿A partir de qué edad pueden los menores constituirse como una asociación? No obstante, la psicología no es una ciencia exacta pues en su objeto de estudio, la persona, existe por suerte una gran diversidad. Por ello, no siempre es posible dar una respuesta cerrada y unívoca a la sociedad.

Pensemos en la primera de las preguntas, por ejemplo. Atendiendo al interés social, se publicó el pasado mes de marzo un artículo en El País donde se recogía la opinión de distintos expertos para intentar concluir si era conveniente o no rebajar la edad de acceso al derecho al voto. Psicólogos evolutivos, neuropsicólogos o sociólogos esgrimieron sus argumentos. Y fueron numerosos los lectores que, desde un punto de vista más basado en su experiencia vital o de trato directo con adolescentes, también opinaron.

Quizá es importante señalar en este punto que, muchas veces, los datos de las investigaciones no sustentan nuestras experiencias personales. Pero no olvidemos que las decisiones se deben basar en los resultados de estudios realizados con muestras representativas y diseños de investigación serios y fundamentados. La psicología es una ciencia al fin y al cabo, y sus argumentos no deben tener el mismo valor que los construidos a partir de casos únicos.

Influenciables y egocéntricos

¿Se encontró solución a la pregunta? Como era de esperar, no. Las conclusiones parecen apuntar a que depende de dónde pongamos el foco. Por ejemplo, ¿tienen los adolescentes capacidad de razonamiento suficiente para poder votar? Desde un punto de vista cognitivo, como ya fue apuntado por autores como Piaget, los adolescentes a partir de los 12-13 años se encuentran en la llamada etapa de las operaciones formales. Esta etapa se caracteriza por la posibilidad de usar el pensamiento científico, y así, formular y contrastar hipótesis, por ejemplo.

Por tanto, a la edad de 16 años nuestros y nuestras adolescentes tendrían capacidad suficiente para comprender y analizar los programas electorales de los distintos partidos y tomar una decisión personal. Pero, ¿qué ocurre desde un punto de vista socioemocional?

Los autores en este caso señalan que esta etapa de la vida se caracteriza por ser un periodo de crisis, de construcción de la propia identidad. Son muchos los que aún no han tenido experiencias suficientes o bien no se han comprometido con una decisión acerca de quiénes son o cuáles son sus valores y creencias. Además, los adolescentes tienden a tener un pensamiento más egocéntrico y a ser más influenciables desde un punto de vista emocional. Poniendo el foco en este área del desarrollo, por tanto, parecería sensato no adelantar la edad de voto.

Además, hay un aspecto más a considerar. ¿La respuesta sería la misma si pensamos en chavales y chavales de distintos contextos culturales? ¿Puede influir el nivel educativo? ¿Y el socioeconómico?

¿Edad, genética o cultura?

El problema de este tipo de disyuntiva tiene que ver con las concepciones del desarrollo. Las personas no somos como las frutas, que maduramos por el mero paso del tiempo. No solo dependemos de que vayan cayendo páginas del calendario. ¿Por qué buscar por tanto respuestas en este sentido? La psicología del desarrollo ha ido avanzando desde paradigmas más mecanicistas, que consideraban que los seres humanos somos pasivos y reactivos a lo que pasa en el ambiente, o paradigmas organicistas donde la herencia era primordial.

En la actualidad parecen defenderse paradigmas contextuales que entienden que el desarrollo es multidimensional: parte de aspectos genéticos pero no se limita a ellos. De igual forma, entiende que la diversidad es también personal y no se puede negar nuestra carga genética. Y sobre todo, entiende que el desarrollo es mediado. Así, aunque hay algunas tendencias universales en el desarrollo, la influencia de la cultura es crucial.

Por tanto, en vez de preguntarnos a qué edad sería recomendable votar sería más sensato pensar en qué podemos hacer para que cuando voten nuestros y nuestras adolescentes los hagan de la manera más madura posible. Sabemos que es necesario que cuenten con un contexto que informe (más que desinforme), que genere el debate, la reflexión y el pensamiento crítico. Que parta de la inducción, es decir, de las explicaciones que los adultos significativos (familias y docentes, sobre todo) hagan de su conducta y de las implicaciones de esta para la persona misma y para el resto.

Y sobre todo, es necesario que se parta de una experiencia participativa previa. Debemos potenciar y cuidar el derecho a la participación de nuestros niños y adolescentes. Escuchar su voz en los temas que les incumben de cerca, por ejemplo, en relación a su escuela, su familia o su barrio. Si siempre decidimos por ellos, si no mostramos confianza en su criterio y les permitimos analizar las consecuencias de sus decisiones, ¿podremos conseguir que desarrollen la madurez suficiente para poder votar? La respuesta es no, estén soplando 16 velas o 18 en su tarta de cumpleaños.