La empatía y la identidad con el ecosistema no sólo se circunscriben al exterior, la atmósfera local impregna la escuela, la labor docente del maestro y la actitud discente del alumno. En este artículo, enfocaremos los prismáticos hacia el Norte de España, tratando de analizar el origen y el desarrollo de unas singulares escuelas que han hecho del euskera su principal seña de identidad en aras de la difusión de su cultura popular.

En la época de inicio de la Primera Guerra Mundial, cuando el nacionalismo vasco de Sabino Arana apenas había alcanzado la adolescencia, abrió sus puertas la primera ikastola. Durante la Segunda República, se crearía una asociación de las mismas, pero la lucha fratricida acaecida entre 1936 y 1939, puso fin, en el plano legal, a esta experiencia pedagógica ante el empuje de la uniformidad de pensamiento.

El franquismo impuso la diglosia, o lo que es lo mismo, la preponderancia del castellano como lengua sobre las demás, relegadas al ámbito doméstico. En este contexto, fueron clausuradas las ikastolas, si bien algunos padres se organizaron para enseñar a sus hijos euskera clandestinamente creando escuelas en domicilios particulares. Eran los tiempos de la cartilla de racionamiento y del susurro hasta en la conciencia por temor a la delación.

http://www.larramendi-ikastola.eus/sites/default/files/pictures/contenidos/jantokiblancoynegro.pngAndando el tiempo, de forma paralela al aperturismo del régimen, crecía el interés o, más bien,  la voluntad se atrevía a expresarse libre de las cadenas de la censura (no extinta), haciéndose notar el incremento de la demanda de aprender euskera, proliferando las ikastolas entre 1960 y 1975. La ikastola como medio de transmisión de la cultura vasca era loable, pero la virtud, como dijera Aristóteles, siempre radica en el término medio, lejos de la instrumentalización política y de la radicalización. Eran tiempos difíciles, donde la asesina banda terrorista ETA sembraba el país de terror.

http://www.larramendi-ikastola.eus/sites/default/files/pictures/contenidos/historia2.pngA partir de 1965 se crearían bajo la protección de la Iglesia Católica, las que yo denomino «ikastolas de catacumba»: no permitían conseguir el Libro de Escolaridad que habilitaba al alumnado para proseguir su formación media y superior. La Iglesia, que operó su propia transición antes que la esfera política del país (recordemos al cardenal Tarancón), permitió así oficializar esta situación encubierta durante décadas.

En 1969 se creó la Federación Diocesana de Ikastolas, luego secularizada ya en la democracia. Navarra, el enclave de Treviño en Castilla y León y el País Vasco francés fueron también territorio de acogida de ikastolas para la enseñanza del euskera. Finalmente, en 1980, la Consejería de Educación del Gobierno Vasco suscribiría el Convenio de Ikastolas con el Ministerio de Educación, regularizándose 1.738 aulas en el País Vasco.

En 1993, con la Ley de la Escuela Pública Vasca, un grupo de ikastolas se integraron con tal denominación en la red educativa pública, permaneciendo el resto como colegios privados-concertados.

En la España plural en que vivimos, el bilingüismo garantiza la convivencia en paz de todas las lenguas oficiales en el territorio nacional. El idioma hizo el Imperio en tiempos de Carlos V y el español cruzó el Atlántico, una lengua universal que hoy nos hermana con el hemisferio sur de América. Las ikastolas han contribuido a forjar la identidad social en el País Vasco, porque nada une más que la búsqueda común de un objetivo leal e histórico, como es la transmisión del legado de un pueblo. Si ése es el fin con el que las ikastolas nacieron y con el que perduran nada se les puede objetar. Pero, al igual que toda creación humana, tendrán luces y sombras que serán objeto de reflexiones futuras. El euskera, como el catalán y el gallego, enriquecen hoy la piel de toro con acentos que nos recuerdan que, por más que en ocasiones se escuchen voces discordantes, la convivencia es posible y debe serlo, también en el plano filológico.

Laura Lara Martínez