No estamos en Zugarramurdi sino en África. No marca el calendario el año 1610, cuando el famoso auto de fe de Logroño, sino que el almanaque nos sitúa en 2014. Hace unos meses, en la reunión de un grupo de investigación del que formo parte, pudo resultar exagerado que yo reivindicara una campaña contra la brujería en el África subsahariana. Conocía el fenómeno porque desde hace casi una década me sumerjo en los archivos para rescatar el pulso entre el inquisidor y la bruja y, últimamente, rastreo cómo en demasiados poblados se acusa a las mujeres viudas, ancianas y pobres de propagar el SIDA mediante conjuros. En vez de prevención, se las echa a la hoguera y el virus continúa infectando sin remedio. Sé por los misioneros las dos caras de la moneda: el drama que representa estar evangelizando entre prácticas siniestras como el vudú y, por otra parte, las ansias de salvación de los ciudadanos. Así, la devoción católica a San Miguel se muestra, al igual que en el llamado primer mundo, como un eficaz asidero y como una purificadora protección.

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Se han derribado diques de fanatismo y superstición en Occidente, hoy a las hechiceras las asociamos con el tarot o con Halloween, ya no rezamos contra la peste, pero nuestra sociedad padece el ébola. Y, nuevamente, hemos de situar el acento en dos emergencias, la de la salud del cuerpo y la del bienestar de la mente, eso por no hablar ya del alma.

Desde Navarra, el país de las brujas en el siglos XVII, Alonso de Salazar y Frías, uno de los teólogos que supervisó la psicosis que sobrevino a la caza de Zugarramurdi, logró abrir surcos de tolerancia, convenciendo a la Suprema de que no se podía condenar a la pena capital a un individuo por la incultura (el 75% de los habitantes eran analfabetos). También allí había niños brujos, los cuales con el sapo que los ligaba a las pócimas, se dirigían a una peculiar escuela para recibir instrucciones de «vuelo». La frase de Salazar, «no hubo brujos ni embrujados en el lugar hasta que se comenzó a hablar y escribir de ellos», fue mano de santo.

Precisamente, en el libro «Brujas, magos e incrédulos en la España del Siglo de Oro», esquivando la descripción de los tormentos, me permito relatar páginas misteriosas del tiempo de Cervantes y de Murillo. Actualmente, hablar del problema que existe en torno a la brujería en África puede ayudar a que los organismos internacionales se percaten de la imperiosa necesidad de desarrollar programas de racionalización del misterio como garantía del orden social.

En esta línea, las Misiones Salesianas han lanzado en Togo la campaña «Yo no soy bruja», poniendo la alerta en el peligro que corren miles de niños que, por ser gemelos, huérfanos o hijos de viudos vueltos a casar, por nacer de nalgas o por presentar alguna discapacidad física o psíquica son acusados de causar el mal en su entorno. Nada nuevo. En la España moderna la delación estaba a la orden del día y, en ocasiones, pagaban justos por pecadores.

A partir de la denuncia, el futuro es escalofriante: el pequeño o cae en manos de un charlatán que, a cambio de dinero, se ofrece para «curarlo» manteniéndolo en un régimen de semiesclavitud con agresiones físicas incluidas, o soporta ordalías. Esto es lo que le ocurrió a Georgette, una niña de Togo culpada de brujería porque, días después de tener una pelea en el colegio con una compañera, ésta se puso enferma. Su madrastra le quemó las manos al metérselas en agua hirviendo, pues supuestamente si era bruja no notaría el calor. Lo mismo hacían en la Edad Media echando a los ríos a las estrigas por ver si flotaban u obligándoles a coger un hierro candente. Ahora la chica ha rehecho su vida en la casa salesiana de la localidad de Kara. En 2013 casi 1.000 niños de esta región fueron acusados de brujería y las cifras no hacen más que aumentar. En los hogares de acogida Don Bosco se ha pasado de un 20% en 2010 a un 30% en 2014.

A más hambre, más guerra, más enfermedad y, por ende, más muerte, una cifra mayor de chivos expiatorios. Decía Séneca que parte de la curación está en la voluntad de sanar. Por el mero hecho de nacer todos tendríamos que tener acceso a una vida digna. Para que estos niños puedan disfrutar de los derechos inalienables que poseen como seres humanos, repito, son necesarios los hospitales y las despensas, pero también, comprobado está (se tenga religión o no), las iglesias y las bibliotecas.

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María Lara Martínez