Los arqueólogos son forenses de la Historia, restauradores del olvido que dejan al descubierto lo que la tierra engulló tiempo atrás. Resucitan ciudades sepultadas, reescriben el pasado y dan vida a escrituras que parecían impenetrables. Sin ellos, el pasado sería solo ceniza. Con ellos, las civilizaciones más remotas se vuelven familiares, tangibles. Pero no son los únicos que se rinden a los encantos de las piedras. El poder de convocatoria de ruinas y reliquias va más allá del ámbito de los entendidos.
La arqueología es seguramente la disciplina científica con más tirón mediático, la que más fascinación despierta entre el gran público. Como reclamo no tiene precio. Siempre cuajada de misterio, seduciendo al espectador, atrapando al lector y hechizando con las historias que esconden las piedras.
Sin embargo, nadie ha sabido tocar aún la tecla de la arqueología divulgativa y elevar la literatura de reliquias a género respetable. La vulgarización de la arqueología es un asunto pendiente, un desafío mal encarado hasta la fecha. El resultado es que los temas arqueológicos se polarizan: o nadie los comprende (porque van dirigidos a científicos que solo se entienden a sí mismos) o el tratamiento de los temas acaba derivando hacia el esoterismo más delirante.
La arqueología necesita comunicadores capaces de difundir contenidos accesibles para todos los públicos. Se puede divulgar ciencia sin renunciar al rigor histórico, empleando un lenguaje atractivo y seductor alejado del rancio academicismo.
La propuesta es simple: llegar al gran público con noticias de impacto científico que han estado tradicionalmente recluidas en foros de especialistas. Si el patrimonio y la ciencia son de todos, también lo son sus novedades y discusiones. Dejemos de rehuir la divulgación. Dejemos atrás ese prejuicio de que divulgar es vulgar.