LA REBELIÓN DE LAS ÉLITES Y OTROS ASUNTOS

Acabo de concluir la lectura de un interesante libro de divulgación del emprendedor y profesor estadounidense Robert T. Kiyosaki  titulado Rich Dad Poor Dad. En el mismo, además de atacar duramente el endeudamiento excesivo de empresas y familias y de elogiar la inversión en activos que generen riqueza, se sustancia una corriente de pensamiento relativamente novedosa que está calando hondo en amplios círculos de Estados Unidos: dicha corriente propugna la mejora personal en varios ámbitos, entre ellos el financiero, a través de la automotivación, la fuerza de voluntad, la atención y el aprovechamiento de las oportunidades. Según esta visión, parte de los problemas que nos afligen como sociedad radicarían en la falta de formación financiera de los individuos, en el miedo que les atenaza y les impide aprender y tomar riesgos, en la inercia que les hace confiar en un sistema del bienestar que debe protegerlos contra los infortunios en vez de encarar sus propios problemas y en la pereza y el cinismo que los empujan a la inacción. Según Kiyosaki la diferencia esencial entre un pobre y un rico es que el primero “teme perder dinero” y el segundo “odia perder dinero”.  Este autor opina también que ambos colectivos difieren en su punto de vista sobre el sistema fiscal: los pobres verían los impuestos como el medio para distribuir la renta con el fin de satisfacer servicios entre los más necesitados; y los ricos, como una maldición que castiga a los emprendedores, que son quienes crean riqueza y puestos de trabajo. Además, según su punto de vista, los ricos siempre tendrían medios para eludir el pago de impuestos y la imposición recaería fundamentalmente sobre las clases medias. “Los pobres disponen de renta para gastar después de haber pagado impuestos, mientras que los ricos pagan impuestos – a través de las corporaciones – después de haber realizado el gasto”.

El periodista y economista Joaquín Estefanía, en su excelente libro “La economía del miedo” denomina esta corriente de pensamiento como “la rebelión de las élites”. Dicho movimiento, iniciado en la década de los ochenta del siglo pasado en EE.UU y en el Reino Unido, y personificado en los gobiernos republicano y conservador de Ronald Reagan y Margaret Tatcher, habría ganado nuevos bríos tras la Gran Recesión que sufrimos desde verano de 2007, poniendo en cuestión la esencia del Estado como recaudador de impuestos y distribuidor de la renta.

El siempre brillante e incisivo Paul Krugman, en su artículo publicado el pasado 4 de marzo en el diario El País, titulado “¿Qué aflige a Europa?” vuelve a la carga sobre el error de diagnóstico de la crisis europea: la crisis que padecemos no es de deuda pública, sino de deuda privada y, sobre todo, de deuda externa. En su opinión, las recetas que se pretenden aplicar para solucionar los problemas oscilan entre la visión republicana de Mitt Romney “Europa está en apuros porque se ha esforzado demasiado en ayudar a los pobres y a los desafortunados” y la visión alemana: “todo es cuestión de responsabilidad fiscal”.

En la actualidad, de cada euro que se genera en España en un año, el país en su conjunto debe cuatro: setenta céntimos son debidos por las Administraciones Públicas (una cantidad proporcionalmente inferior a la debida por los países de nuestro entorno, incluidos los más ricos); dos euros son debidos por los individuos y las empresas; y un euro y treinta céntimos euros son debidos por las entidades financieras. De esos cuatro euros, casi la mitad se deben a prestamistas extranjeros. Como bien es sabido, prestar dinero es una de las actividades que supone una mayor confianza en una relación social. Cualquiera de nosotros, si tuviera que decidir a cuántos amigos de Facebook, Twitter o Linkedin prestaría dinero, posiblemente reduciría drásticamente sus listas de contactos. Por otra parte,quien presta dinero a un tercero, generalmente se siente con derecho a escrutar en la vida del prestatario. Desde que tengo uso de razón he visto anuncios sobre deuda pública en la televisión, pero es ahora cuando quienes adquieren dicha deuda no son nacionales, sino, generalmente, fondos y entidades financieras foráneos.

Se exige a nuestras autoridades que apliquen una rigurosa consolidación fiscal, que reformen el sistema financiero y que hagan reformas estructurales en los mercados de factores. A este respecto, la entrada en el euro, aparte del acceso a un club privilegiado que garantizó la estabilidad monetaria durante un período relativamente largo, conllevó una indudable cesión de soberanía en el ámbito de la política monetaria, cambiaria y de tipo de interés. Desde entonces, el diferencial de inflación español con respecto a los países de nuestro entorno, ha hecho que nuestro nivel de precios se acerque cada vez más al de nuestros vecinos más ricos. Comer en París o en Londres (bueno, esto último es un decir) es todavía más caro que comer en Santiago o en Cádiz; pero cada vez es menos caro. La enorme competencia de los países emergentes ha supuesto un claro coste de oportunidad para los inversores que, tras observar hace años que fabricar un coche en Vigo, Almusafes, Valladolid o Zaragoza era más barato que fabricarlo en Detroit, París o Bruselas, ahora comprueban que fabricarlo en Praga o en Pekín es más barato que hacerlo en nuestro país. Por otra parte, si no es posible ajustar el desequilibrio de balanza comercial usando las herramientas del tipo de cambio y el tipo de interés, el ajuste será exclusivamente realizado en los mercados de factores, por ejemplo, el de trabajo, bien vía precio (bajada de sueldos en términos reales), bien vía reducción de la cantidad demandada de fuerza de trabajo. Ello explica la explosión del desempleo. Éste factor,  junto nuestro afán de criticar despiadadamente al gobierno de turno y a los árbitros de fútbol, nuestra afición por la tortura pública de los toros en las plazas, el gusto por la telebasura en vez de por la lectura, nuestra tolerancia hacia la corrupción y el clientelismo y nuestro bajísimo nivel en el conocimiento de idiomas extranjeros, constituye el verdadero factor diferencial que nos identifica frente a nuestros vecinos.

Si algo me queda claro según veo soplar el huracán que sigue haciendo tambalear nuestros cimientos como sociedad, es que los economistas hemos demostrado que no tenemos ni idea prediciendo el futuro (tan sólo valemos para contar – para lo cual necesitamos una calculadora- y a veces ni siquiera eso hacemos bien); y que las salidas a las crisis son SIEMPRE ideológicas. El uso de modelos matemáticos no enmascara que la economía es una ciencia social y el peso de la ideología en la toma de decisiones. Por ser capaces de hacer segundas derivadas y de calcular una covarianza, las teorías que hemos enunciado acerca del comportamiento racional de los sujetos en los mercados, no dejan de ser peculiares. En vez de tanta arrogancia, más nos hubiera valido aprender de los psicólogos, colectivo mucho más humilde y brillante a la hora de explicar y predecir el comportamiento humano.

La ideología influye en la economía y así debe ser. La ciencia económica no es ningún oráculo y la elección de un instrumento de política económica, por muy limitada que sea, siempre se lleva a cabo sopesando entre varias alternativas. Desregular un mercado, ignorar el papel del déficit público como elemento anticíclico cuando la economía está deprimida o resignar la política industrial a un papel subsidiario son opciones; no las única opciones. Luchar contra el fraude con mayor o menor intensidad, poner el énfasis en la progresividad del sistema fiscal o, por el contrario, situar la mayor parte de su carga en quienes tienen una nómina y en los impuestos indirectos, son decisiones ideológicas.

Nuestro país, por mucho que flexibilice las relaciones entre agentes en el mercado de trabajo, carece de un modelo productivo capaz de generar empleo de una manera sostenida, especialmente tras el colapso del sector de la construcción. Soy firmemente defensor del empresariado y de los emprendedores. Un emprendedor es capaz de poner en funcionamiento una idea, buscar financiación, llevarla a cabo, crear riqueza, prestar un servicio a la sociedad y crear empleo. Nuestro tejido productivo está mayoritariamente compuesto de PYMES. Es la PYME la que crea empleo; la gran empresa, no; muy al revés, lo destruye acuciada por la exigencia de generar sinergias y de capturar su valor. Hay que apoyar al empresariado y facilitarle que pueda desarrollar modelos de negocio y crear empleo; pero también debemos recordar lo que César Molinas señala en su artículo del 4 de marzo en el diario El País “España, capital Madrid”: “La forma de capitalismo dominante en nuestro país está basado en la proximidad al poder, típicamente madrileño”.

En mi opinión,  en esta terrible crisis que nos está asolando (nos acercamos al lustro perdido y hay quien pronostica ya una década perdida para España), tenemos en juego el estado del bienestar como concepto y un modelo productivo que cree empleo. El consenso que permitió tras la dictadura nuestra incorporación al club de los países democráticos y la modernización de nuestra economía es indispensable en estos momentos. Si no somos capaces de consensuar qué modelo fiscal queremos, qué sistema financiero queremos, qué empresarios y qué trabajadores queremos, que modelo administrativo y territorial de gestión de recursos y servicios queremos –no puede ser que para descalificar una vivienda haya que acudir a una consejería de la Comunidad Autónoma, al Registro del Ayuntamiento y al Ministerio de la Vivienda-, que modelo educativo queremos y qué modelo productivo queremos, tenemos bastantes papeletas para ver cómo  se alejan mucho y para muchos años nuestros vecinos más desarrollados. Si los políticos –siempre enzarzados en descalificaciones mutuas– y los economistas nos hurtan este debate, tendremos que articular marcos alternativos para llevarlos a cabo. De no ser así, nuestros mejores jóvenes se irán fuera en busca de mejores oportunidades y nos quedaremos con una fuerza de trabajo mal instruida, precarizada que irá de contrato temporal en contrato temporal sin motivación, compromiso ni pasión por actividad alguna y seremos un país de segunda división.

Nos jugamos mucho en este envite.

José Ignacio Llorente Olier

Collado Villalba, 8 de marzo de 2012